Un viejo loco al que le decían Pepe
02/02/2015
El viejo empezó a hablar. El auditorio lo
escuchaba y todos babeaban. El auditorio olía a perfume fino y a sonrisa
posada, y el viejo, a monte y a sol. El auditorio estaba lleno de dignatarios,
unos menos dignos que otros. Y los esperaban en sus hoteles los ujieres y las
copas y los platos de los menús escritos en francés. El viejo que hablaba,
parecía cualquier pensionado de esos que matan la tarde en pantuflas con un
periódico al lado en un sillón de cualquier corredor de cualquier barrio. El
viejo y los dignatarios (unos menos dignos que otros, y otros indignados)
apoyaban sus brazos, en una mesa traída de Cuba, y solo ese transporte había
costado unos ocho mil dólares. El viejo hablaba de la mesura, del consumismo,
de la falsedad de las apariencias, de la pobreza, de la miseria, de la
hipocresía de su clase, y los dignatarios que sudaban colonia y eructaban
calamares mediterráneos y trufas austriacas, sonreían con sus dientes sucios de
saliva cansada.
“Humildemente podría hablar de la pobreza en
mi país, de la indigencia en mi país. Yo no me siento orgulloso, me siento con
pesadumbre, de que en mi país quede un medio por ciento de indigentes, y un
diez por ciento de pobres, porque no debería haber nadie”, decía, y el
auditorio lo auditaba desde las sillas alquiladas en las que se sentaron por
unas cuantas horas, para demostrar cuán preocupados estaban por los seiscientos
millones de almas latinocaribeñas de la América no sajona.
El viejo hablaba de la historia de un
subcontinente cuyo pecado mayor es la desigualdad, y jugueteaba con los
anteojos entre sus dedos. “Hay gente que tendría que vivir doscientos treinta
años y consumir un millón de dólares por día, para consumir lo que posee”.
El silencio y la dureza de las caras de los
escuchadores eran absolutos. El viejo los veía casi con lástima, y a quemaropa
les espetó cuán natural e inherente a lo humano es la corrupción, para
recomponer la esperanza con una máxima que bien pudo sacar de una postalita de
cereal, pero que en su boca sonaba a verdad verdadera: “He visto hombres y
mujeres capaces de entregar la vida por un sueño, y eso no se compra, porque
eso no se vende”.
Poco faltó para la lágrima derramada en alguna
cara de los escuchantes. Ese día, el viejo pronunció uno de los últimos
discursos que daría como uno de los últimos presidentes que aún asombra; sin
embargo, entendía que estaba allí hablándole a sombras, porque las sombras son
solo la proyección oscura y sin sustancia, en el espacio donde un cuerpo real
se antepone a la luz.
A esta hora nadie sabe, si el viejo hablaba
solo para esperar ser escuchado, o si en realidad tenía esperanza en que su
mensaje calara en algún lado. Tantas veces había dicho lo mismo, y el mundo
seguía viéndolo con la admiración pasajera que genera la rareza sin que algo
tangible pasara.
Al final, el viejo terminó de hablar. Había
dicho suficiente por ese rato. Había hablado en contra de ellos, los había
expuesto, les había señalado sus pecados y su fetidez, los había dejado en
evidencia en su estúpida apariencia de gente bien, en su farsa, y el viejo
sonreía triste, al ver, como uno a uno, todos los que había señalado, se
levantaban para aplaudirle.
Entonces, en medio del estropicio del silencio
que es el aplauso, al viejo le pareció oler en el aire un añejo aroma a napalm.
:: Esteban Mata ::
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El viejo empezó a hablar. El auditorio lo
escuchaba y todos babeaban. Sí, esos que olían a perfume fino y eructaban
calamares mediterráneos y trufas austríacas. El viejo terminó de hablar, y
todos —aquellos mismos— se levantaban para aplaudirlo de pie.
“A esta hora nadie sabe, si el viejo hablaba
solo para esperar ser escuchado, o si en realidad tenía esperanza en que su
mensaje calara en algún lado.”
¿Nadie sabe?
Digamos que algunos de los que no saben, y
no sabrán nunca, es porque no quieren saber: está todo bien así, ¿para qué
complicarlo?
¿Podría ser que alguien que verdaderamente
quisiera acabar con el privilegio, la injusticia y el saqueo pensara que sus
ideas pudieran calar en los privilegiados, los injustos y los saqueadores?
¿Qué opinan ustedes?
Eso es lo importante: qué opinan ustedes.
Ahora viene qué opino yo, que es lo no importante, de modo que lo aconsejable
sería que dejaran de leer y se quedaran pensando.
Prosigo escribiendo, pero ahora solo para mí.
Creo que Mujica no esperaba convertir en
revolucionarios a esos chupasangres. Quería mostrar cómo es capaz de decirles
en la cara esas cosas, para que Esteban Mata en la Revista Paquidermo se
“asombre” y le siga el juego.
Como se lo seguían los atildados dignatarios
que celebraban que se pudiera levantar aquellas banderas y lograr que todo
continúe como estaba. O peor, en términos de organización, de conciencia: “la
izquierda no sirve para edificar un mundo distinto”.
Blancos y colorados no lo harían tan bien.
Es más: no lo hicieron. Necesitaron de los militares y la dictadura, y la
jugada pudo salir muy mal, pero no... gracias a los Mujica, los Tabaré Vázquez,
los Fernández Huidobro.
¿Qué estarían anhelando esas personas, las
del auditorio? Voy a arriesgar mi opinión (puede fallar).
"Ojalá hubiera muchos como él."
1 comentario:
Juan del Sur, quiero decirte que tus reflexiones me resultan conmovedoras y sobre todo por que trasuntan una envidiable honestidad. Hoy en que muchos se preparan a "¿celebrar?" la muerte de Nisman para llevar agua a su molino, he enviado tu análisis "No soy Nisman, ni lo quiero ser" a mucha gente a la que espero despertar del inducido error en que arteramente nos precipitan los medios.
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