lunes, 29 de diciembre de 2008

“El rastro”, o cómo imbecilizar


El mundo, en dos naciones separado está:
buenos y malos, mezclados por doquier.
Andrew Marvell.

De todas las maneras vulgares de eludir la consideración del efecto de las influencias sociales y morales en el espíritu humano, la más vulgar es la de atribuir las diversidades de la conducta y del carácter a diferencias naturales.
John Stuart Mill.

Decime vos si no es cierto, decime.
Leo Maslíah.


Soy de la opinión de que una persona inteligente y crítica, si tiene dinero y tiempo, puede, con provecho, ver casi cualquier espectáculo. Pero si no tiene una gran disponibilidad de dinero y tiempo le conviene seleccionar cuidadosamente en qué gasta el uno y el otro. “Casi cualquier espectáculo” significa que, para mí, hay algunos límites: por ejemplo, en algún punto, es conveniente que usted vea “Bailando por un Sueño” (o sus similares) alguna vez, pero si ya lo vio no es aconsejable que lo vea todas las noches. “La pesca”, a la que ya he hecho referencia, es otro límite: esta obra de teatro es una nulidad vacía, una idiotez sin propósito (como no sea el de tantear la tolerancia de los espectadores), o sea, un despropósito: un sinsentido, una nada con menos médula e interés que la más trivial y fugaz escena callejera que podamos presenciar. Como, además, la entrada es cara y la sala muy peligrosa frente a una eventualidad que exija rápida evacuación, yo le diría a las personas buenas que no vayan a verla.
“Historias extraordinarias”, película de Llinás, es un caso distinto: se la puede ir a ver, pero únicamente por espíritu deportivo, a saber: si usted quiere demostrar que puede resistir cuatro horas y media de desatinos e incongruencias, vaya, pero sepa que no es fácil que salga airoso. Y en el mismo orden de desafío personal, puede poner a prueba sus conocimientos y sus sinapsis mediante el plan de detectar y puntualizar todas las inconsistencias e idioteces que encuentre, en las historias y en cada escena en particular. Desde ahora le advierto que si anota menos de doscientas es que se le pasaron un montón.

Siempre así, tan igual

“El rastro” es una película australiana que sustenta una interpretación racista acerca de la realidad y el conflicto social. Trata sobre un negro bueno (un australoide probablemente de la etnia arunta o aranda), omnipotente, sabio, incansable y frugal que, vaya a saber por qué razones, no explicitadas por el filme, siendo tan bueno y tan íntegro se presta para guiar a una comisión policial —tres blancos— que busca detener en el interior de Australia a otro negro acusado injustamente del asesinato de una mujer blanca. Lo de “detener” es un decir: queda claro con el correr de las escenas que con presentar sus orejas al tribunal la tarea estará perfectamente cumplida, y si las orejas no son las del buscado, o hay más orejas que las que suele usar una persona, mala suerte (para sus dueños). En el camino, la partida, comandada por un fanático supremacista blanco, aprovecha para eliminar a cuanto aborigen tiene el infortunio de dejarse ver. Pese a ello, el negro “bueno” no sólo no se fuga, lo cual para él es fácil, sino que sirve al fanático virtuosa y lealmente, rastreando con tenacidad las casi imperceptibles huellas del negro fugitivo, advirtiendo a su jefe de los peligros potenciales y aconsejando las mejores alternativas para evitarlos y acortar la distancia con el perseguido y apresarlo.

Toda igual, toda así

Sin embargo, los atropellos del fanático se multiplican, y además de matar a sangre fría a varios indígenas, asesina a un miembro de la partida. Veamos por qué: los nativos, en tres oportunidades, desde lugar oculto y a distancia prudente, atacan a los intrusos arrojando lanzas —una cada vez— que invariablemente impactan en la comitiva: dos de ellas en los caballos y la restante en uno de los subalternos. La propuesta del otro es regresar a fin de obtener atención médica para su compañero, pero el jefe se niega. En esta secuencia lo que sucede en la película tampoco se parece al comportamiento de la realidad: el herido va desmayado en su caballo y no se cae; pese a su gravedad no delira ni emite un solo gemido por las noches, cuando duerme como un bendito. Una actitud tan cortés no conmueve al jefe, quien piensa que los retrasa en la marcha y una noche, sigilosamente, le aplica la eutanasia. Además, azota al negro “bueno” y a partir de entonces lo lleva atado por el cuello con una gruesa cadena, como a un animal.
Finalmente, en circunstancias en que el jefe ensaya su puntería contra un grupo de nativos en el cual hay niños, mujeres y ancianos, el otro policía —un joven— se insubordina, lo reduce y lo encadena. Esa noche el negro, tras narcotizar con yuyos al blanco “bueno”, juicio sumario mediante ahorca al fanático utilizando un ingenioso aparejo. (Nota: Aunque el aparejo, tal cual se lo muestra, es difícil que funcione, es el único momento en que en la película se filtra un retazo de realidad, ya que sin aquél es imposible que el negro, más menudo, pueda ahorcar a un hombre de más de ochenta kilos simplemente colgándose del otro extremo de la cuerda.) El blanco “bueno” se despierta de su sueño forzado y se encuentra con una escena —el fanático colgado (modo de ajusticiamiento que los “salvajes” jamás emplearían) y el negro supuestamente desmayado a golpes— la cual necesariamente implica incidentes tumultuosos de lucha y el debatirse y la agonía del ahorcado. Y no se pregunta cómo no se enteró de nada, y por qué conserva sus armas y no están ni siquiera atados, si fueron sorprendidos y reducidos por los indígenas, según le hace saber el negro “bueno”.

Toda así, muy así

Como dije, furtivos aborígenes venían atacando a la expedición a lo largo de su itinerario con infalibles lanzazos. Sin embargo, cuando más tarde rodean y obligan a la rendición al negro y el blanco “buenos” súbitamente se les pasan las ganas de matarlos, los tratan con suavidad, les dan explicaciones, y a la postre los liberan y les devuelven sus armas: ¿en qué quedamos? La estructura de este incomprensible episodio es un tópico de la cinematografía: de la mala cinematografía, hecha por imbéciles o canallas y destinada a imbéciles o a imbecilizar a quienes aún no lo son. Usted la ha visto infinidad de veces, y su forma más habitual es ésta: el muchachito (a veces el muchachito y la muchachita, o los buenos, en general) son atacados por los malos en algún lugar (una casa, preferentemente de madera, un galpón, una oficina vidriada, etcétera) con todo tipo de armas: granadas, bazucas y miles de disparos de armas automáticas que pulverizan todo hasta el punto de que no es factible que ni una cucaracha haya podido sobrevivir en ese sitio y sus inmediaciones. En esa instancia se produce una pausa en el fragor de las explosiones, los tiros y la destrucción y se oye una voz que dice: “¡Los quiero vivos!”. Dos cuestiones: una, parece que quien da las órdenes se acordó un poco tarde; dos, ¿cómo sabe que aún están vivos, después de semejante ataque, a raíz del cual, incluso tirando a errar, los destinatarios difícilmente habrían sobrevivido? Este es el habitual alimento cinematográfico, cuya presentación, en general, es en forma de supositorio. Y no se crea que tengo un prejuicio contra esa vía, sino que lo que pretendo indicar es que resulta poco adecuada cuando hablamos de incorporar conocimiento.

Siempre igual, siempre así

Estos aborígenes inconsecuentes, pues, que han capturado, tienen prisionero y castigan con severidad al negro fugitivo por otro delito distinto al asesinato de la mujer blanca —una violación—, dejan, como decía, en libertad al negro y el blanco “buenos”, de quienes saben que integraban la partida que asesinó a una decena de indígenas. Estos dos desandan el camino hacia la “civilización” y al pasar por el lugar donde habían dejado colgado al jefe ven que, allá en lo alto, está abierta la argolla que rodeaba el cuello del fanático y el cuerpo ha desaparecido. Fíjese si serán necios los que hicieron la película y calcule qué puede esperar de ellos: forzosamente, se deduce que alguien, en lugar de cortar o desatar la soga con la que se ha hecho el ahorcamiento y maniobrar en el suelo para liberar el cadáver, ha venido con una escalera a territorio aborigen —a un lugar inaccesible como no sea con un baqueano y sorteando infinitas incomodidades y dificultades— y, con el cuerpo colgado, ha destrabado el cierre de la anilla, lo cual no es una operación simple y se puede hacer sólo mediante una llave especial. O, mínimamente, ha bajado y retirado al difunto aflojando la soga y luego ha vuelto a subir la argolla vacía... con el propósito de componer una imagen de pura utilidad cinematográfica. De cinematografía artificiosa y vacua, se entiende.

Qué querés, es así

Finalmente, el negro “bueno” se separa del blanco “bueno” y retorna a su tierra ancestral, no sin recitarle, invertido, el discurso de menosprecio racista que el fanático excretó hasta el momento mismo de su muerte: ahora son los blancos los asesinos, mentirosos, indignos de confianza, ignorantes, etcétera.
Los espectadores en el cine, todos blancos, aplauden este discurso —¡vaya, vaya!— y el final de la película: sin duda, aplauden que es una obra que no sólo les permite conservar su imbecilidad intacta, sino que la avala y la incrementa.
Esta película tiene el espaldarazo masivo de la crítica. Y éste es un buen motivo —el único— para verla: comprobar hasta qué punto los críticos —y los comunicadores que fungen de tales— recomiendan las peores mistificaciones.

Juan del Sur.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Experiencia

La experiencia no es lo que nos pasa, sino lo que hacemos con lo que nos pasa.
Aldous Huxley.

Valor de la costumbre

—Pero, ¿por qué primero pelás las anguilas y después les cortás la cabeza? ¿Por qué no hacés al revés? ¡Es una crueldad!
—No, si yo siempre lo hago así, están acostumbradas.

Así nos va

Es la tercera vez que, a lo largo de algunos meses, recibo el mensaje cuyo texto reproduzco más abajo. Seguramente vos también lo has recibido, y si no es así, no cantes victoria: ya te tocará. Entre que, fuera de toda necesidad, lo envían como PPS, y que me llega como adjunto de sucesivos correos, pesa 80 KB, siendo que el texto en sí tiene un tamaño de 2 KB. Cuarenta veces más liviano, cuarenta veces menos dinero que iría a parar a los pulpos que hegemonizan el tráfico de Internet, cuarenta veces menos tiempo de conexión, cuarenta veces menos basura saturando la red.
Es de notar que en la MAYORÍA de los casos en que además de la dirección de las cuentas de remitentes y destinatarios figura el nombre del titular, éste está escrito vulnerando las normas de la gramática: conclusión, la mayoría no sabe ni siquiera escribir correctamente su propio nombre. Esto, que habitualmente se dice como exageración ("no sabe ni escribir su nombre") es aquí pesada y sombría realidad. Porque personas tan poco rigurosas al hacer una cosa tan simple como escribir su propio nombre es imposible que usen ese rigor cuando se trata de esforzar la inteligencia, de ejercer el pensamiento crítico.
Así nos va.

Este es el texto:

¡Muestra de moralidad!

Sucedió en un vuelo de la British Airways entre Johanesburgo y Londres.
Un señor negro es conducido por la azafata al asiento contiguo al de una señora blanca, de unos cincuenta años. La señora, alterada, llama a gritos a la azafata cuando ésta se está alejando.
—¿Cuál es el problema? —pregunta la azafata.
—¿No lo está viendo? —responde la señora—. ¡Me ha colocado un negro al lado! No puedo estar junto a esta gentuza. ¡Déme otro asiento!
—Por favor, señora, cálmese —dice la azafata—. Casi todas las plazas de este vuelo están ocupadas. Voy a ver si hay algún lugar disponible.
La azafata vuelve algunos minutos después.
—Señora, como sospechaba, no hay plazas libres en clase turista. He hablado con el comandante y me confirmó que no hay más plazas en “business”. Pero aún queda un lugar en primera clase.
Antes de que la señora pueda hacer algún comentario, la azafata continúa:
—Resulta excepcional que la compañía conceda un asiento de primera clase a un pasajero de clase turista, pero dadas las circunstancias, el comandante considera que sería escandaloso obligarle a sentarse al lado de una persona tan detestable.
Y dirigiéndose al negro, la azafata añade:
—Por lo tanto señor, si fuera tan amable, recoja sus pertenencias que el asiento en primera clase le espera.
“Y todos los pasajeros que presenciaban la escena asombrados, se levantaron y aplaudieron.”
Día Mundial Contra la Discriminación Racial.
Puedes colaborar... Comienza por enviar este mensaje a todos tus amigos y contactos. Yo hice mi parte... Es fácil. Haz la tuya.
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FIN DEL ENVÍO QUE RECIBÍ (bueno, lo tuve que corregir, porque venía escrito en el castellano que se habla en los Balcanes). ¿Lo leíste bien? Es decir, ¿lo leíste con toda atención, y poniendo en juego todo lo que sos y sabés? ¿Estás seguro/a de que entendés lo que pasa en esa escena? Bueno, te felicito: has hecho algo que los imbéciles que lo difunden seguro que no hicieron. O sí, en cuyo caso son unos racistas fanáticos. Porque bajo el disfraz de combatir la “discriminación” (así le llaman ellos a la subestimación, la segregación, el menosprecio y el prejuicio), presentan al negro como un homínido estuporoso, inerte y sumiso, que no realiza ni un gesto ni dice una palabra en toda la acción. Todos hacen o dicen algo: la pasajera, la azafata, el capitán y los demás pasajeros (que rubrican con aplausos la operatividad de la tripulación). El negro —insultado, agredido, afrentado—, nada. Bueno: ¡si los negros fueran así como los pinta esta canallada, tendría razón la pasajera! Porque eso no es una persona, es un incapaz, un semoviente, algo sobre cuyo destino todos los demás opinan y deciden, y que éste acata mansamente.

Así como está planteada esta historia, es obvio que para el silente antropoide la situación no ha terminado, porque lleva en sí una condición que adonde vaya lo coloca en un rango de inferioridad. Por eso me he permitido prolongar el cuento siguiendo la lógica de su planteo.
Habíamos quedado en que el negro toma sus bártulos y sigue dócilmente a la azafata. Pero, previsiblemente, en la primera clase no tienen una disposición tan pacífica como la señora de la clase turista, y en cuanto la benefactora y su mascota se aproximan al asiento desocupado, quien está en la butaca vecina prorrumpe en gritos:
—¡Eh!, ¿qué está por hacer? ¡Usted me dijo que iba a traer un pasajero, no un negro! ¡Llévese eso de aquí inmediatamente!
—¡Pero, señor —intenta explicarse la auxiliar—, éste es el único lugar disponible, y ya hubo un conflicto donde este pasajero estaba!
—¿Y a mí, qué me dice? ¡Esos problemas deberían pensarlos antes de despachar un avión! ¡Hágame el favor, saque a ese mono de aquí de inmediato o me quejaré al presidente de la compañía!
“¡Sí, sí, fuera!”, gritan los demás pasajeros mientras le arrojan las almohaditas, diarios, folletos y bolsas para vómitos al negro, que está paralizado por el susto y con los ojos inmensamente abiertos. “¡Que se vuelva al África!” “¡Arrójenlo del avión!”, son otras de las imprecaciones que pueden entenderse en medio del batifondo de alaridos y pataleos.
—¡Venga, no se quede ahí, no me complique más la vida! —la azafata toma al negro del brazo y prácticamente lo arrastra fuera de la primera clase, hasta el lobby de servicios, donde lo introduce tras de sí. Los gritos de “bembón”, “sucio”, “nigger” aún se oyen sonoramente después de que la mujer ha cerrado la puerta.
—¡Mire —le dice respirando agitadamente y sacudiendo la mano con el índice extendido ante la cara del aturdido pasajero—, ya ve que he hecho todo lo posible! ¡Pero usted no ayuda nada, con ese color negro tan retinto que tiene! No me deja otra alternativa; si por mí fuera lo haría viajar en el compartimiento de cargas, pero como están las cosas los pasajeros lo sospecharán y no van a aceptar que usted pueda husmear en sus equipajes, ¡y Dios me libre si llegara a faltar algo!
La azafata se pone a rebuscar en unos gabinetes, de espaldas al catatónico negro, mientras sigue hablando, casi como para sí misma:
—Yo lo haría viajar acá, pero va contra las normas y la que va a terminar pagando el pato soy yo, así que lo voy a llevar a una de las cavidades donde se repliega el tren de aterrizaje —la mujer encuentra lo que busca y se vuelve—. Ahí hace bastante frío. Le voy a dar esta mantita; están contadas, pero ya me las apañaré —y se emociona con su propia misericordia. Hace un esfuerzo, se recompone y, admonizando de nuevo al negro con el dedo levantado, le dice con severidad:
—¡La escotilla sólo se puede abrir desde el lado de acá, así que no se moleste en fantasear ninguna idea extraña! ¡Y ojo con caerse cuando baje el tren de aterrizaje, porque podría ir derecho a penetrar en una de las turbinas de cola y causar un problema mayor, todavía!
Y así, pasivamente, el estuporoso negro se deja conducir a su ineluctable destino.

sábado, 6 de diciembre de 2008

Dos recomendaciones teatrales

¡Oh, qué gusto poder decirles estas cosas!: son dos recomendaciones, sí, sólo que una positiva y otra, lo contrario. Aquí van:
--Vean "Grande y pequeño" en el Centro Cultural de la Cooperación. A quienes sigan esta sugerencia, les digo que sólo aceptaré que me besen las manos cinco minutos por persona, sin excepción.
--No vean "La pesca": es tilinga, vacía y estúpida. Además, es cara y encima pueden morir, porque colocan sillas, con sus respectivos espectadores, bloqueando el único pasillo de escape.
Como ven, esto empieza muy bien, con importantes (y gratuitos) servicios a la comunidad.
De nada.
Buenas tardes.