Son las 21.10 de un día laborable. En la estación Once de la línea H de subterráneos unas pocas personas esperan el tren que viene desde Caseros, la otra cabecera, y luego parte en sentido contrario desde el mismo andén. Llega el tren, también con pocos pasajeros: los que se aprestan a bajar son unos seis o siete por puerta, el doble, más o menos, de los que esperan subir. En este punto conviene aclarar que la formación no puede partir de inmediato, como en una estación intermedia, sino que, mínimamente, el conductor debe desactivar y cerrar el puesto de conducción que ha utilizado para venir, recorrer la distancia de cuatro vagones —el largo del convoy—, y abrir y activar el puesto de la otra punta para estar en condiciones de ponerla en marcha.
Sin embargo, los que van a viajar —más que con impaciencia, con odio hacia esos bultos que les impiden abordar el vagón de inmediato— se colocan frente a las puertas de los vagones, dejando apenas un resquicio por donde los que bajan tienen que pasar de a uno y de perfil. Una mujer —unos treinta años— considera que ya ha tenido demasiada paciencia y que no va a soportar la afrenta de esperar otros ocho segundos a que terminen de bajar todos y, atropellando, se mete en el vagón: en ese vagón donde hay cuatro o cinco asientos libres para cada uno de los que van a subir.
Digo, hasta se pueden comprender los forcejeos en las puertas de los trenes entre los que bajan y los que suben cuando el viaje dura cincuenta minutos, no hay asientos para todos e incluso el vagón va tan lleno que si uno no se apura a subir capaz que se queda sin abordar. Pero la escena que relato —y que cualquiera puede observar en circunstancias similares— revela hasta qué punto en nuestra sociedad el “¡sálvese quien pueda!” ha ido deslizándose a un “¡cáguese en quien pueda!”, lo cual redunda en que nos hacemos penosa la vida unos a otros sin la justificación, siquiera, de que sacamos ventaja de ello. Y eso se encuadra dentro de la definición de Carlo Cipolla de la persona estúpida, que es la que “causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. A lo cual se debe agregar que, como diría el finado Kant, las acciones que dentro de una sociedad no puedan instituirse como leyes generales, aunque deparen un beneficio inmediato pronto se vuelven en contra de sus autores: el que a hierro mata...
La civilización es un logro que, aun con sus muchas imperfecciones, es en sí un monumento a la inteligencia del homo sapiens: ha posibilitado una vida más grata y segura para un amplio grupo de miembros de nuestra especie y, consiguientemente, el despliegue de las capacidades humanas. Los argentinos estamos involucionando: hacernos la vida más difícil unos a otros es de poco inteligentes.
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