jueves, 22 de enero de 2015

Ahora no quedan dudas: Nisman se suicidó


Nisman y la suspicacia de los perdedores

Considerar la idea de suicidarse —decidirlo, incluso— no es suicidarse. El que ha decidido suicidarse pero no se ha suicidado aún, en realidad está amenazándose con suicidarse.

Esto viene a cuento de que se hace hincapié en que Nisman escribe una nota a su empleada sobre las compras que tiene que hacer y luego, ¡se suicida! Lo asombroso sería que escribiera esa nota después de suicidarse, no antes. Porque la persona que se suicida, una hora antes aún no se había suicidado. Quiere decir que algunas hebras la sujetaban aún al mundo de los vivos. Y esas hacían su juego, tendían sus anémicos zarcillos intentando aferrarse a la vida. Esas hilachas se cortan total y definitivamente en el momento en que el suicida actúa su decisión: cuando se dispara, cuando toma el veneno, cuando se arroja al vacío o al paso de un tren. No deben de ser pocas las personas que han vivido una larga vida después de tomar la decisión de suicidarse que, por la razón que fuera, no concretaron.

Igualmente endeble es el dato de la falta de rastros de pólvora en la mano del suicida: a quienes emprendieran una operación de semejante envergadura (recordemos: no un crimen simple, sino un asesinato disfrazado de suicidio) ese detalle es el que menor dificultad les ocasionaría resolver.

Frente a estas y otras objeciones no decisivas hay varias comprobaciones muy contundentes:

—la ausencia de signos de lucha en el cuerpo del occiso y en el departamento;
—que el propio Nisman haya solicitado el arma que poco después le causó la muerte;
—que los supuestos autores hubieran afrontado actuar en un edificio muy vigilado y acribillado por cámaras de seguridad;
—que, puestos ya en el asunto, no arrasaran con los cartapacios y los discos rígidos de las computadoras.

A quien se pronuncia por afirmar que no se trata de un suicidio, los dos primeros puntos lo colocan ante la inusitada figura de un asesinato consentido. O, para decirlo de un modo más formal, una muerte asistida de un estilo muy novedoso.

Por los datos enumerados arriba, yo no creo en tales cosas. Pero, por si no fueran suficientes, la presidenta ha escrito hoy que está “convencida de que no fue suicidio”.

Cartón lleno: si ella dice que no fue, fue.

Suspicacia versus perspicacia

Según una encuesta, 80 % de los argentinos consultados cree que es asesinato, y un 18 %, suicidio.

Según Barcia, perspicacia es ver superlativamente; suspicacia es pretender ver lo secreto, lo escondido. La perspicacia está en relación con el entendimiento: es intelectual. La suspicacia, en relación con la conciencia: es moral. Perspicacia es viveza. Suspicacia es malicia.

En “La psicología de la anormalidad y la vida moderna” leemos que lo propio de la suspicacia es la desconfianza acerca de las motivaciones de los demás. Es una actitud paranoide: el suspicaz teme que se abuse de él y se mantiene en alerta constante.

Pero esa actitud defensiva constante, además de hacer ardua e ingrata la vida, es inútil, porque basta ganarse la confianza del suspicaz para después poder venderle un tranvía. Si lo sabrán los políticos patronales, que apelan a factores emocionales a sabiendas de que el gran público tiene desactivado el análisis racional de lo que con gran derroche de sonrisas y besuqueo de niños se le promete o propone.

La perspicacia supone una práctica y un conocimiento: puede ser perspicaz el que conoce el pastel y sabe cómo se lo cocina. Pero a quien ha dedicado su tiempo y sus energías a saber cómo formaba Racing del ’51, qué puestos tiene que reforzar Vélez y con quiénes, y cuáles fueron los resultados de las semifinales del Mundial 90, a ese solo le queda la suspicacia: sospechar de todos… y volver a votarlos, una y otra vez.

Yo no soy Nisman. Ni lo quiero ser

Una cosa es decir que Nisman se suicidó, y otra muy distinta creer que, por ello, su muerte le atañe solo a él, que es una cuestión personal.

El 80 % que cree que lo mataron percibe que en torno de la causa que llevaba Nisman (una escaramuza dentro de un conflicto que tiene dimensión planetaria) contienden intereses cuantiosos y que cada uno de ellos intenta prevalecer con métodos brutales. De modo que deducen que alguno de ellos lo han asesinado.

No necesariamente: para eso alguien tiene que beneficiarse decisivamente con esa muerte. O creer que se beneficia, como Ferdinando Marcos creyó que matando a Benigno Aquino sacaba de en medio a quien podía derrotarlo, pero su cálculo fue equivocado. En suma, se mata a un enemigo porque puede hacer algo que otros no pueden: aglutinar y movilizar como dirigente, o testificar sobre algo que solo a él le consta, u otras situaciones de estructura análoga.

No es el caso del fiscal: el poder de causar daño no estaba en su persona, sino en el expediente, en las pruebas que aparentemente reunió. Quien es inculpado por esas pruebas nada gana con matar al investigador si aquellas subsisten.

En síntesis, Nisman, designado por Kirchner, trabajó alegremente codo con codo con la CIA, el Mossad y los chicos de Stiusso para responsabilizar a Irán por la voladura de la AMIA. Pero en medio del camino se encontró con el giro pragmático del kirchnerismo que, económicamente aislado, se vio en la necesidad de acordar con Irán. Nisman debió abrir un segundo frente para atacar al gobierno que se acercaba al “eje del mal”, pero le sacaron el apoyo en la Secretaría de Inteligencia y estaban a punto de sacarle la silla en la Fiscalía. Sus amigos se impacientaron: no iban a desperdiciar un trabajo de años: le dieron órdenes. Mirá si no le van a ordenar a un fiscal, los que armaron a Hussein y le ordenaron en 1980 que atacara a Irán, causando una de las guerras más horrendas del siglo XX.

No hay ninguno de los grandes actores que mueven las piezas donde Nisman ponía la cara que no sea cabeza de un conglomerado de intereses concentrados o una camarilla mafiosa estatal o paraestatal. Todos ellos, tenaces enemigos de los pueblos.

En ese juego Nisman estaba del lado de los más tenebrosos de los tenebrosos. Y a sabiendas de que los buenos nunca podrían salir triunfantes de esa partida. Porque ahí, buenos no hay.
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