lunes, 21 de septiembre de 2009

Primavera en la Grecia clásica


Dice André Bonnard en Civilización griega (Sudamericana, Buenos Aires, 1970), que aun en el período de esplendor cultural en que florecieron sus más altas expresiones artísticas y culturales, Atenas, “la Hélade de la Hélade”, siguió manteniendo y cultivando supersticiones y costumbres groseras y crueles que ilustran la complejidad desconcertante del concepto de civilización. Y, entre otros, da este ejemplo:
“Año tras año, a fin de asegurar el retorno de la primavera —pues los primitivos temen siempre que olvide suceder al invierno—, Atenas celebraba con solemne pompa las bodas de Dionisos, el dios cabrío o toro, con la ‘reina’ de la ciudad, esposa del primer magistrado, o arconte rey. Se abría para la ocasión un templo de la campaña ática, clausurado durante el resto del año. Conducido por sus autoridades democráticamente elegidas, el pueblo acudía en procesión a buscar una vieja estatua de madera del dios, y la transportaba en medio de cánticos a la casa del ‘rey’, para que pasara la noche en el lecho de la ‘reina’. (Esta princesa debía ser ciudadana ateniense por nacimiento, y haberse desposado virgen con su esposo, el magistrado.) El matrimonio de la primera dama de Atenas y el dios —matrimonio consumado, no ya meramente simbólico, según indica la palabra griega que lo designaba— aseguraría la fertilidad de los campos, las viñas y los huertos, la fecundidad de los rebaños y de las familias.”
Me da vueltas en la cabeza esta “consumación”. Qué lo tiró, che.

sábado, 19 de septiembre de 2009

¿Julio López es peronista? ¿Julio López está secuestrado?


Las dudas son válidas porque quienes participamos de la marcha y acto de ayer por la aparición de Julio no pudimos encontrar un solo indicio de que los peronistas sientan preocupación por este tema y lo asuman como propio.
¿Por qué el gobierno —peronista, también, como López, y “de los derechos humanos” (para más datos)— no se pone al frente de una gran movilización nacional que acorrale políticamente a los partidarios del genocidio y fuerce a los investigadores y a la fiscalía a actuar diligentemente para esclarecer el hecho? Al contrario de eso, adopta una actitud huidiza, y los peronistas mismos parecen hacer lo posible por olvidar esta cuestión escabrosa.
Los estribillos que coreaba la gente y los volantes de las organizaciones participantes lanzaban una pregunta recurrente: ¿Dónde está Julio López? Y yo la compartía, por supuesto, pero miraba a mi alrededor y me preguntaba también: ¿Dónde está el peronismo? ¿Dónde está la CGT? ¿Dónde está la CTA? ¿Dónde está D’Elia, tan raudo otras veces para llegar a la Plaza? ¿Dónde están los que hace tres días fueron enfardados en decenas de colectivos y combis para copar los aledaños del Congreso mientras la Cámara de Diputados trataba la Ley de Medios Audiovisuales?
El peronismo, con Julio López, no hace sino repetir sus virajes en relación con las víctimas de la represión: puede ser el victimario, como cuando los acusaba de “infiltrados” y “marxistas” y propugnaba “eliminarlos uno a uno” (Perón), o puede jactarse de que la mayoría de los muertos por la dictadura fueron peronistas, si eso da rédito, o puede barrerlos debajo de la alfombra.
Como a López.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El corazón es un cazador solitario

Carson McCullers, muy pocos años antes de publicar “El corazón es un cazador solitario”.

Acabo de leer —más vale tarde...— “El corazón es un cazador solitario”, una novela publicada por la autora en 1940, cuando tenía veintitrés años. Y si sorprende en ella la potencia literaria, lo que verdaderamente asombra es la madurez política. Vaya como ejemplo la siguiente escena:
El doctor Copeland, un médico negro —una rareza en el sur de Estados Unidos, en los años previos a la Segunda Guerra—, reúne en su casa de Georgia a sus pacientes el día de Navidad. Su propósito es aprovechar el festejo para insistirles en lo que siempre les predica en sus visitas. Escribe McCullers:
“¿Y qué iba a decir? El miedo oprimió su garganta. La habitación estaba a la espera. A una señal de John Roberts todos los ruidos se acallaron.
“—Pueblo mío —comenzó a decir el doctor Copeland con la mente en blanco. Se produjo una pausa. De súbito las palabras acudieron a su boca—. Este es el decimonoveno año que nos reunimos en esta habitación para celebrar el día de Navidad. Cuando nuestra raza oyó hablar por primera vez del nombre de Jesucristo, fue en tiempos oscuros. Mis hermanos eran vendidos como esclavos en esta ciudad, en la plaza de la corte de justicia. Desde entonces hemos oído y relatado la historia de Su vida más veces de lo que podemos imaginamos. Por lo tanto, hoy contaremos una historia diferente.”
Les habla, entonces, de su situación, en la cual la mayoría están confinados a tareas secundarias o bestiales. Les explica de dónde proviene la riqueza que vuelve a los privilegiados desdeñosos y prepotentes. Con palabras simples les expone la teoría marxista del valor. Y, enseguida, desnuda la situación de los asalariados y en particular de los negros en el sistema imperante.
“Pero no estamos solos en esta esclavitud —dice—. Hay millones más en el mundo entero, de todos los colores, razas y credos. Debemos recordar esto. Hay muchos de nuestra raza que odian a los pobres de raza blanca [...]. Ese odio es un gran mal y de él no puede surgir nada bueno. Debemos recordar las palabras de Karl Marx y ver la verdad a la luz de sus enseñanzas. La injusticia y el desamparo deben unimos, no separamos. Recordemos que nosotros damos valor a las cosas de esta tierra con nuestro trabajo. Debemos conservar en nuestros corazones estas verdades básicas de Karl Marx y no olvidarlas nunca”.
Al calor de sus propias palabras, el amor por los suyos y la convicción del doctor Copeland crecen, y terminan estallando en esta arenga:
“¡Miembros de la raza negra! En nosotros están todas las riquezas de la mente y el alma humana. Ofrecemos el más preciado de todos los dones. Pero nuestra contribución es rechazada con desprecio y malevolencia. Nuestra ofrenda es arrojada al lodo y desperdiciada. Se nos obliga a ejecutar trabajos más inútiles que los de las bestias. ¡Negros! ¡Debemos levantarnos y unirnos! ¡Debemos ser libres!”
Pero en la habitación surge un creciente murmullo. La histeria cunde, retumban los gemidos y los gritos:
“—¡Sálvanos!
“—¡Dios Todopoderoso! ¡Sácanos de este valle de la muerte!
“—¡Aleluya! ¡Sálvanos, Señor!”

Así es la realidad: indócil. Ya lo sabía esta chiquilla de veinte años, de un pueblo perdido en el sur de Estados Unidos.
A ella —y a nosotros— “le tocaron, como a todos los hombres, tiempos difíciles”: Borges.

El peronismo le ha igualado la marca al estalinismo

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Van ya sesenta y seis años desde que el peronismo comenzó a implementar el más invariable de sus objetivos políticos: castrar a la clase trabajadora. Sesenta y seis años en que, gracias a ello, los explotadores han podido concretar las políticas que les favorecieran y todos los cambios de hegemonías y de modelos de acumulación que se les han antojado. Cuando les ha convenido, tirando migajas; cuando no, tirando gente al mar. El peronismo le ha igualado la marca al estalinismo (1923-1989), pero es imperioso que no la supere: por los que se mueren de hambre y desatención en un país rico como el nuestro, y por los que sobreviven en un simulacro de vida —en una no-vida—, durando a gatas sin perspectivas y sin alegría.
Claro que esta permanencia no es un logro sólo de los peronistas. Si la ideología y los íconos peronistas sobreviven es también porque son permanentemente avalados por los que dicen no serlo (de todas las extracciones: radicales, pecés, ‘progresistas’ y chupamedias varios), pero quién sabe sobre la base de qué cálculos, ruindades o desmemorias fundamentan sus críticas a las formas concretas que asume el peronismo en sus pasos por el gobierno diciendo “estos no son peronistas”, o “si Perón viviera a estos los saca a patadas”. Y esto último es cierto, pero no en el sentido que lo dicen: los sacaría a patadas para poner de ministro del Interior a López Rega, de jefe de policía a Villar y de ministro de Educación a Ivanissevich, entre otros crápulas de su confianza. Probablemente, de los que están hoy los únicos que merecerían su plena aprobación serían Aníbal Fernández y De Vido. Y apreciaría también a Cristóbal López y Lázaro Báez, sin dejar de añorar a sus manos derechas en los “negocios”, Jorge Antonio y Miranda.
Es desolador: ¡sesenta y seis años pulverizando los anhelos y la dignidad de los más indefensos!
De sobra para saber qué es lo que les gusta a los que quieren que esto continúe.