jueves, 30 de diciembre de 2010

Gauchos light

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La imponente figura casi llenó la puerta del boliche. Al ver a Paredes bebiendo en el mostrador, bramó:
—¿Usté anda diciendo que anoche nos estuvimos besando en lo oscuro?
Sorprendido, el aludido balbució:
—¿Yo, Muraña? ¿Cómo puede...? ¡Jamás haría eso...! ¡Jamás!
—Entonces, nos han visto —murmuró abatido Muraña, acercándose.
—Bueno, compadre, desde el principio sabíamos que eso podía pasar. Vamos, tómese un trago; tranquilícese.
—¿Qué haremos? ¿Adónde iremos a parar?
—Dicen que lo de Mendiguren se pone bueno a esta hora.
El recio rostro de Muraña se desencajó, y negó, casi sollozando:
—¡No!: ¡con tanta habladuría, tanta incomprensión...!
—Sosiéguese, nos observan, no la complique —Paredes bajó la voz—. Mire, hay un fotógrafo, disimulemos.
—¿Dónde...?—Muraña giró el rostro hacia el salón— ¡Ah!, ¿qué cuenta, amigazo? ¡Sáquenos una foto brindando con este paisano!
—¡Eso! ¡Choquemos los vasos! —apoyó Paredes.
Los gauchos miraron el objetivo y dijeron al unísono:
—¡Felices fiestas para todos!
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lunes, 27 de diciembre de 2010

Nombres propios impropios...

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...y otras calamidades
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Foto: "Pato sirirí", Pablo Rodríguez.

Padres dementes y un Estado que, salvo para imponer el orden explotador, no tiene autoridad para asegurar un mínimo de racionalidad social dan por resultado situaciones risibles… que no causan risa.

Llevar un apellido que se preste a la chacota siempre representa un riesgo: el de encontrarse con alguien de mentalidad estólida que se encarnice de modo más o menos ostensible sobre esa particularidad. Por cierto, no escasean los infradotados que, a falta de otro mérito para experimentar una superioridad sobre sus semejantes, se burlan de algún nombre o apellido, como si eso pudiera elevarlos.

Cuando se es chico las burlas de ese tenor son capaces de agriar el carácter y originar una personalidad retraída y resentida, porque el ensañamiento de los otros pibes puede no tener tregua ni término, y se carece aún de los recursos personales para compensar esa contra. Claro que también esa adversidad puede fortalecer una personalidad y hacerla invulnerable.

¿A qué viene esto?: a que reencontré unas anotaciones que tomé hace muchos años, cuando me tocó corregir los padrones electorales. No la totalidad del padrón, sino una parte, digamos unas decenas o centenas de miles de datos de electores. Pero esa fracción del total bastó para que me topara con detalles asombrosos, que entonces registré cuidadosamente, con nombre completo, localidad, etc. En el orden de los apellidos anoté, por ejemplo, Pústula, Ruina, Pólvora, Vaca, Fea, Coito, Perro, Perra, Zorra, Boluda, Balín, Seaturro, Zapato, Piernavieja, Espantoso, Culo, Concha, Laconcha, Forro, El Busto, Limones, Teta, Tetilla, Verga. El curioso —o el desconfiado— los puede encontrar también en la guía telefónica.

Pero los apellidos, lo sabemos, vienen adheridos a nuestra prosapia, representan la continuidad del linaje familiar y, además, cambiarlos es un trámite complejo y supeditado al criterio del juez. Lo que me preocupa es el tema de los padres que condenan a sus vástagos a llevar nombres de pila ridículos e incluso ofensivos hacia sus personas. Yo estoy absolutamente en contra de que se pueda poner cualquier nombre: los nombres de los varones, por ley, debieran ser elegidos entre José, Pedro, Ricardo, Alberto y una docena más, y los de las mujeres entre Ana, Marta, Ester, Lucía, María y otros pocos, pero normales y decentes. Esta disposición legal podría completarse con otra que estableciera que a partir de los veintiún años el ciudadano pueda tramitar un cambio de nombre, y si quiere llamarse Sorullo, Ñanquetruz o Racarraca, allá él.

Algunos padres se entretienen incluso en buscar combinaciones llamativas de nombre y apellido, o estas surgen por descuido, o al integrarse con la profesión del ciudadano o ciudadana. Tales los casos de Argentina Presa, Argentina Medicina, Urbana Radio, Blanca Blanco, Letra Lila Blanco, Raro Salto, Blanca Concha, Carlos Culo (odontólogo), Flordelinda Bustos, Pablo Vaca (carnicero), Dalia Jardines.

Pero confío en que el resumido listado de nombres estrambóticos copiados de los padrones, que transcribo a continuación, lleve a quien lo lea a compartir la convicción de que los nombres que los padres puedan imponer a sus hijos deben ser extraídos de una lista rigurosamente limitada.

Aquí van, empezando por los del padrón masculino:

Beato
Irrito
Perfidio
Ardor
Gil
Aspirino
Flor
Casto
Damo
River
Independiente
Solitario
Electo
Demencio
Marto
Universo
Néctar
Nueve de Julio
Digno
Catedral
Pasión
Puro
Orrito
Susano
Redondo
Querubín
Padre
Hitler
Desposorio
Oservando
Presbítero
Bebito
Luzbel
Biplano
Longines
Aerolito
Cacho
Glorioso
Caín
Correntino
Ídolo
Altivo
Normal

Nombres de pila del padrón (¿madrón?) femenino:

Anélida
Transfiguración
Lela
Irrita
Edicta
Neófita
Oseanía
Actividad
Democracia
República
Esclavitud
Traslación
Pura Luz
Humilde
Perpetua
Vespertina
Severa Iluminada
Cátedra
Estralación
Tranquilina
Gringa
Vicia
Sustituta
Expedita
Beata
Víncula
Digna
Olvido
Nimia
Holanda Ilustración
Dulce Nom de Je
Tranfig
Suplicia
Parisina
Limpia
Sietelinda

Algunos nombres, de unos y otras son, más que nada, curiosos, como Cacho, Padre, Bebito, Gringa o Nimia. Pero otros son brutales y rencorosos, tales Vicia, Suplicia, Luzbel, Demencio o Perfidio. Por suerte hay uno Normal, al menos.

Pero si aquella corrección de padrones me dio ocasiones de sentir disgusto, también tuvo su momento delicioso, cuando leí en un registro cómo había anotado el empleado el domicilio del elector: “calle Saint (ex Superí)”.

Che, a vos, funcionario del Registro Civil: bruto y todo, te mando un beso. Pasan los años, y cada vez que me acuerdo de tu inspirada ineptitud me hacés sonreír.
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viernes, 3 de diciembre de 2010

Tragedia griega en la calle Pepirí

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Las cosas no suelen ser como nos las cuentan.

En la Argentina pocos crímenes cometidos por policías son esclarecidos por la denuncia y la acción de sus propios compañeros. Pero a veces esa práctica se vuelve dolorosamente contra ellos mismos.


—¡Gorosito...! ¡Gorosito...!
Un hilo de voz, apenas, quebrado por el dolor y por el miedo. Miedo a algo que a todos nos espera al final del camino, pero que para Christian —26 años colmados de proyectos, deportista, diseñador gráfico, empleado de Metrogás— hasta un minuto antes sonaba tan remoto que era como si no existiera.
Pero ahora estaba ahí, acechando. ¿Cómo podía ser? ¡No, no podía ser!: él había estado esa tarde haciendo pesas en el Círculo de Suboficiales de la Policía Federal; venía de comer rico en casa de la abuela, y ya paladeaba el final de un día perfecto, porque su madre le había dicho por teléfono, un rato antes:
—No te demores en lo de la abu: ¡mirá que te preparé budín de pan!
Su postre preferido. Pero tendría que esperar, quizá. Desde hacía un minuto en su vida se habían mezclado imágenes de otra película, incomprensibles. Y ahora estaba tirado en la vereda, a pasos de su casa. Los policías habían disparado contra él, y entre ellos estaba ese amigo de papá, el sargento Gorosito.
Llamó de nuevo, quedamente, con miedo casi de respirar, sintiendo que las energías se le escapaban. Y ese dolor terrible, ahí, en la ingle.
—¡Gorosito...! ¡Gorosito...!
Eran las 23.45 del 3 de diciembre de 1997.
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Láquesis enrolla lo que hiló Cloto

—Gorosito, el chorro te está llamando —le dijo otro policía al sargento.
“Le puse la pistola martillada en la cabeza y le grité: '¡Hijo de puta, de dónde me conocés'!”, le confesó el sargento Hugo Gorosito al sargento Carlos Alberto Robles, padre de Christian.
Los policías se habían emboscado en la heladería de Pepirí 605, esperando que unos sospechosos de haber asaltado una pizzería de las inmediaciones pasaran por la vereda buscando el auto que los esperaba con el motor en marcha un poco más allá. Así lo hicieron: cuando un trío de jóvenes terminó de pasar frente a la heladería, salieron en tropel y al grito de “¡Alto, policía!” descargaron sus armas contra ellos.
Christian alcanzó a darse vuelta y se quedó quieto, tratando de demostrar con su actitud que no tenía nada que temer, ni propósitos agresivos y ni siquiera de escape, o de protegerse (por ejemplo, arrojándose al piso). Fue peor: le pegaron catorce balazos a mansalva, desde cinco metros de distancia, hasta que lo derribaron.
Gorosito estaba a punto de rematar al caído (el otro sospechoso muerto, según reveló la autopsia, tenía doce impactos de bala; uno de ellos en la cabeza disparado desde muy corta distancia), cuando lo reconoció: precisamente del Círculo de Suboficiales, donde el joven iba a hacer pesas y él a practicar full-contact con el padre de Christian, el sargento Carlos Robles.
Los padres de Christian oyeron desde su casa la seguidilla de estampidos. Carlos, que se estaba bañando, le dijo a su mujer que llamara a lo de la abuela para que el muchacho no saliera a la calle, pero éste ya había partido. El policía se secó apenas, se puso un short y saló a la calle con el arma envuelta en una toalla.
Yo conozco —o conocía— muy bien el lugar; hasta un par de años antes de este episodio íbamos muy a menudo con los chicos a esa cadena de plazas y plazoletas —José C. Paz, Nicaragua (en realidad, un descampado), que hacia el norte enlazan con el Parque Patricios—, y a la vuelta comprábamos helado en Vía Pepirí, que así se llamaba la heladería.
Hasta ahí corrió Robles para encontrar —sin poder entender lo que veía— a su hijo en el suelo, acribillado a balazos y rodeado de policías, todos conocidos.
—¡Papá, hacé algo que me duele la pierna! —le rogó Christian.
“Papá, hacé algo”: ese mocetón robusto, seguro de sí, volvía a ser un niño indefenso que todo lo esperaba de la omnipotencia del padre.
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Átropos corta el hilo

El Tribunal Oral 26 concluyó que la jueza "no fue debidamente informada sobre la [existencia de una segura] víctima inocente, y que ésta tenía diez impactos" en la región genital que le provocaron la muerte, más otras siete heridas de bala en distintas partes del cuerpo. La investigación previa fue realizada por la División Robos y Hurtos, a la que pertenecían los ocho policías involucrados, la cual giró la causa al juzgado de instrucción recién después de dieciséis días de producidos los hechos. En el transcurso de ese proceso, y el judicial que siguió después, se perdieron pruebas, se omitieron pericias, se anularon juicios por razones técnicas, renunciaron fiscales.
Sabemos, ¿o no?, cómo son los juicios a policías: todo se entorpece, se enturbia, desaparecen pruebas y se fabrican otras. Al cabo de ocho años el único imputado, el oficial principal Arena, fue condenado a tres años de prisión en suspenso por el delito de “homicidio por imprudencia”.
Arena "tenía mucho peso" en Robos y Hurtos —dice Carlos Robles—, "armó la ratonera" para los asaltantes en el medio de la cual cayó su hijo. "Este era un proceder habitual de esa basura, un asesino en potencia", agregó. “Querían matar a los sospechosos, no detenerlos. Y si no reconocían a mi hijo, seguro que lo remataban y le 'plantaban' un arma."
Eurípides no podría urdir la trama de esta tragedia mejor que el padre de Christian: cuántas cosas sabía —del proceder de la fuerza de que formaba parte y de sus colegas—, pero calló mientras los muertos eran los hijos de otros. Y así, con silencios y complicidades fue tejiendo la fatalidad que un día aciago se abatió sobre él y su familia.
Porque cuando ese manto estuvo listo Átropos cortó el último hilo: Christian murió —demasiado resistió— un día y medio exactos después de ser herido.
Ya se sabe que en estos casos son los inocentes —¡qué déspota puede ser el dolor!— los que se llenan de reproches, mientras los culpables los avientan lejos de sí: “Si yo no le hubiera pedido que se quedara a cenar”; “si yo no le hubiera dicho que se apurara, que le había preparado budín de pan”. La abuela murió a los pocos meses, y su marido no mucho después. La madre no sabe lo que es sonreír sin que el cuchillo del recuerdo transforme la sonrisa en un rictus de amargura.
Y hasta a mí la esquina de José C. Paz y Pepirí me fue negada para siempre. No quiero —pero sé que sucedería— pasar por allí y oír esa voz apagada, casi un quejido, que clama:
—¡Gorosito...! ¡Gorosito...!
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jueves, 2 de diciembre de 2010

Una cartera Luis Vuitton de €18 millones

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.Una cartera Luis Vuitton de €18 millones

La cartera es mía, mía.

No es exactamente una de las que gusta lucir nuestra presidenta, sino la cartera de stock options con cuya venta un ejecutivo de Luis Vuitton ganó €18 millones de un saque. Las stock options son los incentivos en forma de opciones sobre acciones que reciben los directivos de empresas en función de los objetivos alcanzados.

Así nos lo cuenta Alejandro Teitelbaum en “Los gobiernos han cedido el poder a las transnacionales”*. Y se pregunta: ¿Qué tendría que hacer una persona trabajando, dando clase, en un hospital, haciendo un servicio a la sociedad para ganar 18 millones de euros?. Y se contesta: No una, sino “quince personas con un salario de 2.500 euros tendrían que trabajar durante 40 años para conseguir lo que el directivo de LVMH (Moet Hennessy Louis Vuitton) logró en media tarde. Esos quince tipos fabricando, prestando servicios, manejando autobuses, etc., tardarían cuarenta años con ese buen salario, mientras que este capitalista necesitó unas horas para lograrlo y sin hacer ningún servicio a la sociedad”.

Para empezar, menciono mi pequeñito orgullo, como argentino, porque mi presidenta, con sus compras, ha contribuido al éxito comercial de esa prestigiosa empresa. Además, como me gustan las cuentas claras, advierto que si contamos el aguinaldo, presente en la mayoría de las legislaciones, hacen falta sólo €2.300 para alcanzar la suma de €17.940.000 en 40 años, en las condiciones especificadas por Teitelbaum.

Claro que si el ejecutivo de esta historia colocara sus milloncetes a una tasa conservadora del 5% anual, reinvirtiendo los intereses, al cabo de 40 años, mientras los laboriosos trabajadores juntaban dieciocho palos euro sobre euro, él hubiera acumulado un capitalito de €126.720.000.

Y, ¡qué pretenden!, ¿las quieren todas servidas, los trabajadores?

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*http://opsur.wordpress.com/2010/11/22/%C2%ABlos-gobiernos-han-cedido-el-poder-a-las-transnacionales%C2%BB/

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