viernes, 3 de diciembre de 2010

Tragedia griega en la calle Pepirí

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Las cosas no suelen ser como nos las cuentan.

En la Argentina pocos crímenes cometidos por policías son esclarecidos por la denuncia y la acción de sus propios compañeros. Pero a veces esa práctica se vuelve dolorosamente contra ellos mismos.


—¡Gorosito...! ¡Gorosito...!
Un hilo de voz, apenas, quebrado por el dolor y por el miedo. Miedo a algo que a todos nos espera al final del camino, pero que para Christian —26 años colmados de proyectos, deportista, diseñador gráfico, empleado de Metrogás— hasta un minuto antes sonaba tan remoto que era como si no existiera.
Pero ahora estaba ahí, acechando. ¿Cómo podía ser? ¡No, no podía ser!: él había estado esa tarde haciendo pesas en el Círculo de Suboficiales de la Policía Federal; venía de comer rico en casa de la abuela, y ya paladeaba el final de un día perfecto, porque su madre le había dicho por teléfono, un rato antes:
—No te demores en lo de la abu: ¡mirá que te preparé budín de pan!
Su postre preferido. Pero tendría que esperar, quizá. Desde hacía un minuto en su vida se habían mezclado imágenes de otra película, incomprensibles. Y ahora estaba tirado en la vereda, a pasos de su casa. Los policías habían disparado contra él, y entre ellos estaba ese amigo de papá, el sargento Gorosito.
Llamó de nuevo, quedamente, con miedo casi de respirar, sintiendo que las energías se le escapaban. Y ese dolor terrible, ahí, en la ingle.
—¡Gorosito...! ¡Gorosito...!
Eran las 23.45 del 3 de diciembre de 1997.
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Láquesis enrolla lo que hiló Cloto

—Gorosito, el chorro te está llamando —le dijo otro policía al sargento.
“Le puse la pistola martillada en la cabeza y le grité: '¡Hijo de puta, de dónde me conocés'!”, le confesó el sargento Hugo Gorosito al sargento Carlos Alberto Robles, padre de Christian.
Los policías se habían emboscado en la heladería de Pepirí 605, esperando que unos sospechosos de haber asaltado una pizzería de las inmediaciones pasaran por la vereda buscando el auto que los esperaba con el motor en marcha un poco más allá. Así lo hicieron: cuando un trío de jóvenes terminó de pasar frente a la heladería, salieron en tropel y al grito de “¡Alto, policía!” descargaron sus armas contra ellos.
Christian alcanzó a darse vuelta y se quedó quieto, tratando de demostrar con su actitud que no tenía nada que temer, ni propósitos agresivos y ni siquiera de escape, o de protegerse (por ejemplo, arrojándose al piso). Fue peor: le pegaron catorce balazos a mansalva, desde cinco metros de distancia, hasta que lo derribaron.
Gorosito estaba a punto de rematar al caído (el otro sospechoso muerto, según reveló la autopsia, tenía doce impactos de bala; uno de ellos en la cabeza disparado desde muy corta distancia), cuando lo reconoció: precisamente del Círculo de Suboficiales, donde el joven iba a hacer pesas y él a practicar full-contact con el padre de Christian, el sargento Carlos Robles.
Los padres de Christian oyeron desde su casa la seguidilla de estampidos. Carlos, que se estaba bañando, le dijo a su mujer que llamara a lo de la abuela para que el muchacho no saliera a la calle, pero éste ya había partido. El policía se secó apenas, se puso un short y saló a la calle con el arma envuelta en una toalla.
Yo conozco —o conocía— muy bien el lugar; hasta un par de años antes de este episodio íbamos muy a menudo con los chicos a esa cadena de plazas y plazoletas —José C. Paz, Nicaragua (en realidad, un descampado), que hacia el norte enlazan con el Parque Patricios—, y a la vuelta comprábamos helado en Vía Pepirí, que así se llamaba la heladería.
Hasta ahí corrió Robles para encontrar —sin poder entender lo que veía— a su hijo en el suelo, acribillado a balazos y rodeado de policías, todos conocidos.
—¡Papá, hacé algo que me duele la pierna! —le rogó Christian.
“Papá, hacé algo”: ese mocetón robusto, seguro de sí, volvía a ser un niño indefenso que todo lo esperaba de la omnipotencia del padre.
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Átropos corta el hilo

El Tribunal Oral 26 concluyó que la jueza "no fue debidamente informada sobre la [existencia de una segura] víctima inocente, y que ésta tenía diez impactos" en la región genital que le provocaron la muerte, más otras siete heridas de bala en distintas partes del cuerpo. La investigación previa fue realizada por la División Robos y Hurtos, a la que pertenecían los ocho policías involucrados, la cual giró la causa al juzgado de instrucción recién después de dieciséis días de producidos los hechos. En el transcurso de ese proceso, y el judicial que siguió después, se perdieron pruebas, se omitieron pericias, se anularon juicios por razones técnicas, renunciaron fiscales.
Sabemos, ¿o no?, cómo son los juicios a policías: todo se entorpece, se enturbia, desaparecen pruebas y se fabrican otras. Al cabo de ocho años el único imputado, el oficial principal Arena, fue condenado a tres años de prisión en suspenso por el delito de “homicidio por imprudencia”.
Arena "tenía mucho peso" en Robos y Hurtos —dice Carlos Robles—, "armó la ratonera" para los asaltantes en el medio de la cual cayó su hijo. "Este era un proceder habitual de esa basura, un asesino en potencia", agregó. “Querían matar a los sospechosos, no detenerlos. Y si no reconocían a mi hijo, seguro que lo remataban y le 'plantaban' un arma."
Eurípides no podría urdir la trama de esta tragedia mejor que el padre de Christian: cuántas cosas sabía —del proceder de la fuerza de que formaba parte y de sus colegas—, pero calló mientras los muertos eran los hijos de otros. Y así, con silencios y complicidades fue tejiendo la fatalidad que un día aciago se abatió sobre él y su familia.
Porque cuando ese manto estuvo listo Átropos cortó el último hilo: Christian murió —demasiado resistió— un día y medio exactos después de ser herido.
Ya se sabe que en estos casos son los inocentes —¡qué déspota puede ser el dolor!— los que se llenan de reproches, mientras los culpables los avientan lejos de sí: “Si yo no le hubiera pedido que se quedara a cenar”; “si yo no le hubiera dicho que se apurara, que le había preparado budín de pan”. La abuela murió a los pocos meses, y su marido no mucho después. La madre no sabe lo que es sonreír sin que el cuchillo del recuerdo transforme la sonrisa en un rictus de amargura.
Y hasta a mí la esquina de José C. Paz y Pepirí me fue negada para siempre. No quiero —pero sé que sucedería— pasar por allí y oír esa voz apagada, casi un quejido, que clama:
—¡Gorosito...! ¡Gorosito...!
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