. Ellos no eran holandeses, seguro.
El viernes 2 Buenos Aires fue invadida por holandeses saltando. Y tocando bocina. Y haciendo sonar las cornetas. Y abrazándose.
Vendedores de panchos, comerciantes, alumnos de universidades y colegios, barrenderos...
No parecían holandeses, pero andá a saber.
Yo también prefería que ganaran los holandeses, porque un triunfo futbolístico relevante es menos devastador para ellos que para nosotros, los del Tercer Mundo, que reunimos la doble condición de enajenados y hambreados.
Pero al presenciar las explosiones de alegría que provocaron en las calles el segundo gol holandés y el final del partido comprendí que subestimé la capacidad de mis compatriotas de rebajarse y de infligirse daño a sí mismos.
Vi, una vez más, ese regocijo enajenado, esa alegría por el mal ajeno, envidiosa y enferma, que proclama —y remacha— la propia inferioridad.
Los mismos que se llenan la boca con la hermandad latinoamericana, con la insondable distancia entre el Sur explotado y el Norte expoliador, estallaban de felicidad ante la derrota de los vecinos morochos.
—Vos no entendés nada, gilito. ¿No sabés la pica que tenemos en fútbol con los brasucas? Lo otro es aparte.
¡Ah!, ¿es aparte? ¿Quiere decir que sería legítimo, también, desear que pierda el seleccionado argentino para que ganen los argentinos (de abajo)? Es bueno que lo digan.
Hace 32 años, millones de argentinos, con la cara desfigurada por la idiocia, cantaban “el que no salta es un holandés”: los holandeses eran los que se habían retirado de la cancha de River sin recibir sus medallas, dejando a Videla con su mano ensangrentada tendida.
Y ahora somos todos holandeses, porque ellos les ganaron a los “brasucas”, a los “macacos”.
Los argentinos somos unos piolas bárbaros.
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Vendedores de panchos, comerciantes, alumnos de universidades y colegios, barrenderos...
No parecían holandeses, pero andá a saber.
Yo también prefería que ganaran los holandeses, porque un triunfo futbolístico relevante es menos devastador para ellos que para nosotros, los del Tercer Mundo, que reunimos la doble condición de enajenados y hambreados.
Pero al presenciar las explosiones de alegría que provocaron en las calles el segundo gol holandés y el final del partido comprendí que subestimé la capacidad de mis compatriotas de rebajarse y de infligirse daño a sí mismos.
Vi, una vez más, ese regocijo enajenado, esa alegría por el mal ajeno, envidiosa y enferma, que proclama —y remacha— la propia inferioridad.
Los mismos que se llenan la boca con la hermandad latinoamericana, con la insondable distancia entre el Sur explotado y el Norte expoliador, estallaban de felicidad ante la derrota de los vecinos morochos.
—Vos no entendés nada, gilito. ¿No sabés la pica que tenemos en fútbol con los brasucas? Lo otro es aparte.
¡Ah!, ¿es aparte? ¿Quiere decir que sería legítimo, también, desear que pierda el seleccionado argentino para que ganen los argentinos (de abajo)? Es bueno que lo digan.
Hace 32 años, millones de argentinos, con la cara desfigurada por la idiocia, cantaban “el que no salta es un holandés”: los holandeses eran los que se habían retirado de la cancha de River sin recibir sus medallas, dejando a Videla con su mano ensangrentada tendida.
Y ahora somos todos holandeses, porque ellos les ganaron a los “brasucas”, a los “macacos”.
Los argentinos somos unos piolas bárbaros.
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1 comentario:
Mago Tito (Mario Agotito) nuevo lector/seguidor, comento en:
http://www.periodismo.com/modules/newbb/viewtopic.php?post_id=31679#forumpost31679
Saludos,
MA
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