jueves, 14 de marzo de 2013

¿Por qué Bergoglio?


Cómo invertir rentablemente un papa

En el cónclave de cardenales se plantearon: Tenemos un papa para invertir, ¿dónde nos rendiría más? Echaron cuentas y dijeron: ¡en Latinoamérica!

Dado que la Iglesia no da puntada sin nudo, me preocupa que haya puesto sus ojos en Latinoamérica. Porque así hay que entender la elección de Bergoglio, independientemente de sus condiciones personales. Nada bueno puede salir de eso, y hay que estar alerta.
Un comentarista radial decía ayer, hablando de este tema, que la Iglesia a la cual el argentino llega como papa ha ido perdiendo durante siglos su poder terrenal hasta verlo reducido al mínimo.
Si la Iglesia ha perdido su poder terrenal, ¿sobre qué ejerce su influencia? ¿Sobre los cielos? ¿Sobre ángeles, potestades y querubines?
No.
Aunque la Iglesia se ocupara solamente de la vida eterna lo haría señalando lo que tenemos que hacer (y no hacer) acá abajo para alcanzarla. Claro que no se limita solo a la vida eterna: la Iglesia es una organización política.
Jamás, por ejemplo, les dirá a los sometidos que se rebelen, que den vuelta la tortilla. Que hagan saltar el sistema de privilegio y explotación. (¡Y, mucho menos, el camino eficaz para lograrlo!)
En cambio, vendrá a consolarnos. Dirá que de los pobres y hambrientos será el Reino de Dios.
¿Por qué Bergoglio, entonces? O, mejor: ¿por qué un papa latinoamericano?
Pero antes de seguir adelante es necesario poner a Bergoglio a salvo de la acusación de que durante la dictadura —al precio de su vida o su libertad— se haya encadenado a las verjas de la Pirámide y haya denunciado a gritos los secuestros, torturas y asesinatos que se producían. Puede ser que, individual y discretamente, haya ayudado a este o aquel, pero nunca tomó una actitud pública, política —ni siquiera caminó con las Madres en la Plaza— que se convirtiera en estorbo a los planes de eliminación masiva de una generación de militantes. Para explicarlo con tres palabras esclarecedoras: Bergoglio es peronista.

Qué busca la Iglesia


Volvamos al papa electo. Empecemos, por ejemplo, por su edad: 76 años. El cardenalato no quiere un papado para veinte años, ¡si nadie sabe lo que va a pasar dentro de cinco (ni de uno)!
Cada papa tiene una misión definida. Wojtila, un peso pesado en óptimas condiciones físicas (58 años cuando fue consagrado), debía realizar una tarea estratégica y de largo aliento: desestabilizar a los países estalinistas. Ahora, para operar sobre la coyuntura, se necesita algo más descartable.
¿Y cuál es la coyuntura?
Echemos, esquemáticamente, una mirada al globo.
África no interesa, así estuviera ardiendo. Es marginal.
En Asia los sometidos están muy ocupados en comprar motocicletas y plasmas y en ajustarse la soga al cuello.
En América del Norte —exceptuado México, que incluimos en Latinoamérica— y en Australasia no hay condiciones objetivas, ni mucho menos subjetivas, para que el sistema peligre.
El Cercano Oriente y Oriente Medio son un conjunto de altísima revulsividad... pero la influencia de la Iglesia Católica es mínima allí.
Quedan Europa y Latinoamérica. En Europa coexisten países con una crisis brutal del sistema —España, Portugal, Italia, Grecia— con otros que hasta ahora la van cuerpeando. Pero en los primeros la protesta la acaudilla la clase media que, ¡vivísima!, lo hace mayormente levantando la consigna “que se vayan todos”, con el resultado previsible: no hay riesgo a la vista. No tomaron ejemplo de Islandia, donde no dijeron QSVT, sino “¡Acá venimos nosotros!”, y se hicieron con buena parte de los resortes del poder.
Pero en Europa, la Iglesia, para llevar a cabo una política activa de apaciguamiento, tiene un problema. Wojtila pudo operar claramente como opositor en Polonia —y emplearla como ariete contra el bloque de países del Este—, utilizando como impulsor el descontento de los polacos, como herramienta ideológica la religión y como estructura política los sindicatos de Walesa. Pero un papa de Europa meridional no querría, por supuesto, desestabilizar a los gobiernos capitalistas de los países del Mediterráneo, pero tampoco podría actuar como amortiguador de los reclamos populares sin ser identificado rápidamente, por razones de proximidad, como parte interesada.
Es, pues, en Latinoamérica, con pueblos proclives a la lucha, y direcciones políticas y gobiernos determinados a centrear, donde la designación de un papa de estas tierras promete resultados más rentables si actúa —a distancia— un papel aparentemente razonable y justo, pero apoyando siempre lo que conduzca a la desmovilización y al desconcierto ideológico de las masas.
Es la hora de un papa latinoamericano. Pero, eso sí: Bergoglio tiene que estar a la altura de lo que esperan los que lo han elegido.
Juan Pablo I no entendió el juego, y duró 33 días.

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