Mark Twain en 1867.
...
—No me gustó oír llamar a nuestra raza “rebaño de borregos”, y dije que
no creía que lo fuésemos.
—Y, sin embargo, corderito, eso
es cierto —dijo Satanás—. Fíjate bien, durante una guerra, ¡qué borregos y qué
ridículos sois!
—¿En la guerra? ¿Y cómo así?
—Jamás hubo una guerra justa, jamás
hubo una guerra honrosa, por la parte de su instigador. Yo miro en lontananza
un millón de años más allá, y esta norma no se alterará ni siquiera en media
docena de casos. El puñadito de vociferadores (como siempre) pedirá a gritos la
guerra. Al principio (con cautela y precaución) el púlpito pondrá dificultades;
la gran masa, enorme y torpona, de la nación se restregará los ojos adormilados
y se esforzará por descubrir por qué tiene que
haber guerra y dirá con ansiedad e indignación: “Es una cosa injusta y
deshonrosa, y no hay necesidad de que la haya”. Pero el puñado vociferará con
mayor fuerza todavía. En el bando contrario, unos pocos hombres
bienintencionados argüirán y razonarán contra la guerra valiéndose del discurso
y de la pluma, y al principio habrá quien los escuche y los aplauda, pero eso
no durará mucho; los otros ahogarán su voz con sus vociferaciones y el auditorio
enemigo de la guerra se irá raleando y perdiendo popularidad. Antes de que pase
mucho tiempo verás este hecho curioso: los oradores serán echados de las
tribunas a pedradas, y la libertad de palabra se verá ahogada por unas hordas
de hombres furiosos que allá en sus corazones seguirán siendo de la misma
opinión que los oradores apedreados (igual que al principio), pero que no se
atreverán a decirlo. Y, de pronto, la nación entera (los púlpitos y todo)
recoge el grito de guerra y vocifera hasta enronquecer, y lanza a las turbas
contra cualquier hombre honrado que se atreva a abrir su boca; y finalmente,
esta clase de bocas acaba por cerrarse. Acto continuo, los estadistas
inventarán mentiras de baja estofa, arrojando la culpa sobre la nación que es
agredida, y todo el mundo acogerá con alegría esas falsedades para tranquilizar
la conciencia, las estudiará con mucho empeño y se negará a examinar cualquier
refutación que se haga de ellas; de esa manera se irán convenciendo poco a poco
de que la guerra es justa y darán gracias a Dios por poder dormir más
descansados después de este proceso de grotesco engaño de sí mismos.
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