Nisman y la suspicacia
de los perdedores
Considerar la idea de suicidarse —decidirlo,
incluso— no es suicidarse. El que ha decidido suicidarse pero no se ha
suicidado aún, en realidad está amenazándose con suicidarse.
Esto viene a cuento de que se hace hincapié
en que Nisman escribe una nota a su empleada sobre las compras que tiene que
hacer y luego, ¡se suicida! Lo asombroso sería que escribiera esa nota después
de suicidarse, no antes. Porque la persona que se suicida, una hora antes aún
no se había suicidado. Quiere decir que algunas hebras la sujetaban aún al
mundo de los vivos. Y esas hacían su juego, tendían sus anémicos zarcillos
intentando aferrarse a la vida. Esas hilachas se cortan total y definitivamente
en el momento en que el suicida actúa su decisión: cuando se dispara, cuando
toma el veneno, cuando se arroja al vacío o al paso de un tren. No deben de ser
pocas las personas que han vivido una larga vida después de tomar la decisión
de suicidarse que, por la razón que fuera, no concretaron.
Igualmente endeble es el dato de la falta de
rastros de pólvora en la mano del suicida: a quienes emprendieran una operación
de semejante envergadura (recordemos: no un crimen simple, sino un asesinato
disfrazado de suicidio) ese detalle es el que menor dificultad les ocasionaría
resolver.
Frente a estas y otras objeciones no
decisivas hay varias comprobaciones muy contundentes:
—la ausencia de signos de lucha
en el cuerpo del occiso y en el departamento;
—que el propio Nisman haya
solicitado el arma que poco después le causó la muerte;
—que los supuestos autores hubieran
afrontado actuar en un edificio muy vigilado y acribillado por cámaras de
seguridad;
—que, puestos ya en el asunto, no
arrasaran con los cartapacios y los discos rígidos de las computadoras.
A quien se pronuncia por afirmar que no se
trata de un suicidio, los dos primeros puntos lo colocan ante la inusitada
figura de un asesinato consentido. O, para decirlo de un modo más formal, una
muerte asistida de un estilo muy novedoso.
Por los datos enumerados arriba, yo no creo
en tales cosas. Pero, por si no fueran suficientes, la presidenta ha escrito
hoy que está “convencida de que no fue suicidio”.
Cartón lleno: si ella dice que no fue,
fue.
Suspicacia versus perspicacia
Según una encuesta, 80 % de los argentinos
consultados cree que es asesinato, y un 18 %, suicidio.
Según Barcia, perspicacia es ver
superlativamente; suspicacia es pretender ver lo secreto, lo escondido. La
perspicacia está en relación con el entendimiento: es intelectual. La
suspicacia, en relación con la conciencia: es moral. Perspicacia es viveza.
Suspicacia es malicia.
En “La psicología de la anormalidad y la vida
moderna” leemos que lo propio de la suspicacia es la desconfianza acerca de las
motivaciones de los demás. Es una actitud paranoide: el suspicaz teme que se
abuse de él y se mantiene en alerta constante.
Pero esa actitud defensiva constante, además
de hacer ardua e ingrata la vida, es inútil, porque basta ganarse la confianza
del suspicaz para después poder venderle un tranvía. Si lo sabrán los políticos
patronales, que apelan a factores emocionales a sabiendas de que el gran
público tiene desactivado el análisis racional de lo que con gran derroche de
sonrisas y besuqueo de niños se le promete o propone.
La perspicacia supone una práctica y un
conocimiento: puede ser perspicaz el que conoce el pastel y sabe cómo se lo
cocina. Pero a quien ha dedicado su tiempo y sus energías a saber cómo formaba
Racing del ’51, qué puestos tiene que reforzar Vélez y con quiénes, y cuáles
fueron los resultados de las semifinales del Mundial 90, a ese solo le queda la
suspicacia: sospechar de todos… y volver a votarlos, una y otra vez.
Yo no soy Nisman. Ni lo quiero ser
Una cosa es decir que Nisman se suicidó, y
otra muy distinta creer que, por ello, su muerte le atañe solo a él, que es una
cuestión personal.
El 80 % que cree que lo mataron percibe que
en torno de la causa que llevaba Nisman (una escaramuza dentro de un conflicto
que tiene dimensión planetaria) contienden intereses cuantiosos y que cada uno
de ellos intenta prevalecer con métodos brutales. De modo que deducen que alguno
de ellos lo han asesinado.
No necesariamente: para eso alguien tiene que
beneficiarse decisivamente con esa muerte. O creer que se beneficia, como Ferdinando
Marcos creyó que matando a Benigno Aquino sacaba de en medio a quien podía
derrotarlo, pero su cálculo fue equivocado. En suma, se mata a un enemigo
porque puede hacer algo que otros no pueden: aglutinar y movilizar como
dirigente, o testificar sobre algo que solo a él le consta, u otras situaciones
de estructura análoga.
No es el caso del fiscal: el poder de causar
daño no estaba en su persona, sino en el expediente, en las pruebas que aparentemente
reunió. Quien es inculpado por esas pruebas nada gana con matar al investigador
si aquellas subsisten.
En síntesis, Nisman, designado por Kirchner,
trabajó alegremente codo con codo con la CIA, el Mossad y los chicos de Stiusso
para responsabilizar a Irán por la voladura de la AMIA. Pero en medio del
camino se encontró con el giro pragmático del kirchnerismo que, económicamente
aislado, se vio en la necesidad de acordar con Irán. Nisman debió abrir un
segundo frente para atacar al gobierno que se acercaba al “eje del mal”, pero
le sacaron el apoyo en la Secretaría de Inteligencia y estaban a punto de
sacarle la silla en la Fiscalía. Sus amigos se impacientaron: no iban a
desperdiciar un trabajo de años: le dieron órdenes. Mirá si no le van a ordenar
a un fiscal, los que armaron a Hussein y le ordenaron en 1980 que atacara a
Irán, causando una de las guerras más horrendas del siglo XX.
No hay ninguno de los grandes actores que mueven
las piezas donde Nisman ponía la cara que no sea cabeza de un conglomerado de
intereses concentrados o una camarilla mafiosa estatal o paraestatal. Todos
ellos, tenaces enemigos de los pueblos.
En ese juego Nisman estaba del
lado de los más tenebrosos de los tenebrosos. Y a sabiendas de que los buenos nunca
podrían salir triunfantes de esa partida. Porque ahí, buenos no hay.
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