Pero yo tuve mi mejor momento
y no lo olvido
La muerte de Tosco fue, entre
las pérdidas atroces que la clase trabajadora sufrió durante los años del
peronismo y la dictadura, la que dejó un hueco más difícil de llenar —descontando
lo afectivo, obviamente—, por su personalidad, su formación, su coraje, su
moral y sus condiciones de dirigente.
Se lo llevó una enfermedad que
no pudo tratar adecuadamente por estar en la clandestinidad a causa de la
condena a muerte que pesaba sobre él. ¿Por qué motivo?: por ser un dirigente
honesto, austero, combativo y democrático.
De todos modos, habría sido
difícil para él eludir la sentencia de los esbirros, porque no estaba en su ser
anteponer su seguridad a su compromiso militante. Y así ya lo había declarado: "El marxismo
dice que la muerte es necesaria. Yo no me planteo cómo tendré que morir, creo
que mi fin será consecuente con mi lucha, no sé en qué circunstancia. Lo
importante es morir con los ideales de uno. Ahora, no me gustaría morir
habiendo traicionado a mi clase".
Y fue gracias a ese torrente de firmeza
entretejido con la mayor dosis de humanidad que lideró el más encumbrado
momento de la conciencia y la acción del movimiento social de la Argentina de
las últimas décadas, a la vez que pudo extraer lo mejor de cada uno. Y así lo
cuenta Zito Lema en el final de su nota “La última batalla de Agustín Tosco”*:
[...]
—¿Por qué durante tantos años en la lápida no se puso una
placa con su nombre y apellido?
—Pienso que fue una medida tomada por sus amigos para proteger
sus restos; más de uno se la tenía jurada y esos tipos son capaces de cualquier
barbaridad —responde el cuidador del panteón que guarda los restos de Agustín
Tosco.
Es bueno recordar que cuando nos íbamos, habríamos dado
unos cincuenta pasos, aquel hombre moreno y bajo, de pelo bravío, se acercó
corriendo y, agitado, dijo:
—Tengo un trabajo de mierda; de estar todo el día con la
muerte mi vida se volvió una mierda... Pero yo tuve mi mejor momento y no lo
olvido.
Prende un cigarrillo, y dice, y se desahoga:
—Había una huelga general, los muchachos del cementerio
también fuimos. Nos dispersaron a palos, la policía nos daba duro. De pronto me
vi cerca de Tosco, era un gigante, me puse detrás y sin que él lo supiera le
cuidé la espalda. Era un tipo hermoso, el Gringo. En esa media hora de palos y
palos me olvidé de la muerte y yo, que soy un cagón, no tuve miedo. Esta
historia es lo mejor que tengo. ¿Qué cosa, no?
Se volvió corriendo a su trabajo, pero de pronto se paró y
casi a los gritos dijo:
—Me llamo Justo, y a mi hijo le puse Agustín...
No era el mejor lugar, pero lo vi reír.
Y después, en un solo movimiento que fue lento en el inicio
y decidido al final, levantó su puño cerrado hacia el cielo.
*http://www.pagina12.com.ar/2000/suple/madres/00-12-15/PAG00.HTM
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