Coronación de Máxima. Foto: infonews.com
Cada vez que un argentino se destaca al nivel
de merecer la atención mundial, gran parte de nuestros compatriotas se sienten
en la cúspide, habitantes de un país tocado por la gracia de Dios o la varita
mágica. Esto se palpa en el contacto social, y queda grabado en los comentarios
de los portales de noticias y demás páginas de internet en los que la gente se
expresa libremente.
Es llamativo que estas vanaglorias —nunca tan
vanas— se expresen a la vez que negros nubarrones se sitúan encima de nuestras
cabezas. Pero el encumbramiento simultáneo de Messi, Bergoglio y Máxima ha
motivado que muchos —incluida nuestra presidenta— lo interpreten como la ratificación de que somos parte de
una nación privilegiada.
Otros piensan que es solo del esfuerzo y el mérito propios
de donde cada cual puede extraer, ¡claro que sí!, “su poquito de orgullo, porque
es justo que lo tenga”, como decía Atahualpa.
Soy de esa opinión, y me parece
que hay dos tipos de realizaciones de las cuales enorgullecerse legítimamente:
las individuales y las colectivas. Voy a dar, al voleo, ejemplos de unas y
otras.
Individuales:
“Mirá este mueblecito: lo hice yo.”
“Obtuve mi título universitario rompiéndome el alma, trabajando y
estudiando.”
“Con mi mujer, construimos esta familia: mis hijos son honestos,
respetuosos y trabajadores, y no nos sobra nada pero tenemos lo necesario.”
Colectivos:
“La
escuela la arreglamos y pintamos entre todos: los padres y los chicos.”
“Ahora
tenemos una salita en el barrio; costó, pero la conseguimos.”
“El gobierno que elegimos es justo y honesto: ha logrado que podamos mirar el futuro con confianza y ánimo.”
El que se
enorgullece de logros en los cuales no ha tenido gravitación alguna tendrá lo que merece: más futbolistas, más tenistas y más personajes exitosos.
Entretanto,
será pisoteado.
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