La
Habana, o una de ellas
Wim Wenders quizá no vio a
La Habana con los ojos, sino con el corazón. Quizá La Habana no sea así. Pero
seguro que sería bueno que lo fuera.
[...] Llegamos a La Habana aquella noche.
Ya en el trayecto del aeropuerto a la ciudad,
recién llegados, nos dimos cuenta
de que las cosas serían diferentes en este país.
Para empezar, todo estaba oscuro.
Un velo de tristeza cubría calles y casas en la oscuridad
de la noche.
En la exigua luz de los escasos coches,
las sombras se arremolinaban en las aceras
y algunos perros cansados cruzaban la calle.
Viniendo de Los Ángeles, donde la noche
está casi tan iluminada como el
día,
era increíble darse cuenta de que las luces de neón
y la electricidad eran artículos
de lujo.
De entrada, había algo evidente,
algo que se podía sentir casi físicamente:
aquí predominaba otra percepción del tiempo.
Llegaríamos a conocer mejor el concepto del tiempo cubano
en las próximas semanas.
No se parecía a ningún otro tiempo que yo hubiera conocido.
¿O sí?
¿Quizá era como la sensación del tiempo que había
experimentado en mi niñez?
[...] La ciudad de La Habana es una gran postal coloreada a
mano.
No he visto esos colores en ninguna otra parte.
De niño coleccionaba postales de otros países,
con sellos de otros países.
La mayoría no eran fotografías en color
sino en blanco y negro, pintadas posteriormente.
La superficie pintada a mano de La Habana,
con todas las capas de pintura desconchada,
proporcionaba a la ciudad un aspecto hechizado,
como si estuviera atrapada y congelada en el tiempo.
Todo reposaba en una "tranquilidad perfecta"
y, aún así, daba la sensación de que una guerra acababa
de finalizar.
Las calles estaban destrozadas y destruidas como si hubieran
sido bombardeadas.
Pero no sólo eran los coches y las casas en ruinas
lo que me recordaba a mi infancia, a un tiempo olvidado.
Eso era sólo la superficie, el primer plano.
Sino que desde el interior de la ciudad, desde su mismo
corazón,
algo se fue revelando paulatinamente a medida que pasaban
los días.
Estaba en la mirada.
Todo el mundo te miraba abiertamente a los ojos.
Casi ni una mirada sombría,
nunca una mirada celosa o resentida.
Una mirada alegre desde la mañana hasta la noche,
todas las sonrisas recibían otra a cambio.
El lenguaje de este país, el lenguaje de la mirada, es de
gran
cordialidad;
la honestidad y la franqueza son las reglas del juego.
La pequeña bailarina de ocho años que corrió detrás de
nosotros
para devolvernos el billete de veinte dólares
que le había caído a Donata del bolso...,
sabía cuántas horas tenía que trabajar su padre para
conseguir
este dinero.
Pero mi esposa no tuvo siquiera tiempo para agradecérselo,
porque la niña volvió a desaparecer con una sonrisa
satisfecha.
Ese pequeño incidente resume gran parte de nuestros
sentimientos
hacia esta ciudad y su gente.
[...]
_____
Editorial Gustavo Gili,
Barcelona, 2000.
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Juegos en el Malecón.
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