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La realidad latinoamericana, claro está, ofrece al escritor un verdadero
festín de razones para ser un insumiso y vivir descontento. Sociedades donde la
injusticia es ley, paraísos de ignorancia, de explotación, de desigualdades
cegadoras, de miseria, de alienación económica, cultural y moral, nuestras
tierras tumultuosas nos suministran materiales suntuosos, ejemplares, para
mostrar en ficciones, de manera directa o indirecta, que la realidad está mal
hecha, que la vida debe cambiar. Pero dentro de diez, veinte o cincuenta años
habrá llegado a todos nuestros países como ahora a Cuba la hora de la justicia
social, y América latina entera se habrá emancipado del imperio que lo saquea, de
las castas que lo explotan, de las fuerzas que hoy lo ofenden y oprimen. Yo
quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América latina ingrese de una vez
por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de
nuestro anacronismo y de nuestro horror. Pero cuando las injusticias sociales
desaparezcan, de ningún modo habrá llegado para el escritor la hora del
consentimiento, la subordinación o la complicidad oficial. Su misión seguirá
siendo la misma; cualquier transigencia en este dominio constituye de su parte
una traición.
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