Hasta hace algún tiempo, un año o un poco más, se podía encontrar un porcentaje mínimo —menor al 5%— de personas que recogían el excremento de sus perros. Ese porcentaje ha descendido muchísimo; hoy los que lo hacen son casi inhallables, y habría que colocarlos entre quienes poseen un temple y una moral a toda prueba, ya que perseveran en esa actitud de respeto al prójimo mientras la inmensa mayoría de los propietarios de canes se caga —literalmente— en los demás sin sufrir ninguna penalidad legal y ni siquiera padecer una condena social.
La ciudad de Buenos Aires, donde el desprecio a cara descubierta de los ciudadanos entre sí se pone en evidencia en eso y en todos los órdenes de la vida social, es la misma (no podría ser de otro modo) que vota en abrumadora mayoría —90%— con la orientación con que lo hizo el 28. Los que tienen y los que no tienen perros encontraron un modo común de cagarse en sus semejantes: defecando su sufragio reaccionario dentro de las urnas de votación.
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