Este extenso
artículo (es extenso, felizmente) es muy interesante porque no trata sobre
Chomsky, aunque lo nombre a menudo. Trata sobre el mundo. Y nosotros.
Vi llorar a Noam Chomsky
Por Fred Branfman
Salon
Traducido del inglés para
Rebelión por Germán Leyens
—Descubrí
horrorizado que los dirigentes del poder ejecutivo de EE.UU. habían estado
bombardeando clandestinamente a esos pacíficos aldeanos durante cinco años y
medio, forzando a decenas de miles a refugiarse bajo tierra y en cavernas,
donde se vieron obligados a vivir como animales.
—Crecí creyendo en los valores
estadounidenses, pero ese bombardeo de civiles inocentes violaba cada uno de
ellos. Al mirar a los dirigentes del poder ejecutivo de EE.UU. desde la
perspectiva de un campo de refugiados laosianos, aprendí en pocas semanas que
eran enemigos de la decencia humana, de la democracia, de los derechos humanos
y del derecho internacional en el exterior, y que en este mundo real el poder
daba derechos y el crimen rendía frutos.
—Para Noam esos campesinos
laosianos eran seres humanos con nombres, caras, sueños y con tanto derecho a
sus vidas como los que los aniquilaban con indiferencia. Pero para muchos de
esos periodistas visitantes, por no hablar de los estadounidenses en su país,
esos aldeanos eran “no-gente” anónima cuyas vidas no tenían ningún significado.
—Pregunté a Noam cómo se sentía
al ser rutinariamente criticado por su concentración en crímenes de los
dirigentes de EE.UU. y no en los de otras naciones. Dijo que pensaba que era
apropiado que lo hiciera porque era ciudadano estadounidense, y los dirigentes
de EE.UU. han cometido de lejos más crímenes de guerra en el extranjero que
cualesquiera otros desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
—Me emocioné particularmente una
noche mientras estaba sentado frente a él en la cena, impresionado como siempre
por la enorme distancia entre lo que sabe Noam de la matanza de inocentes en
todo el mundo por los dirigentes de EE.UU. y lo que sabe el público.
Repentinamente pensé en el personaje Winston Smith del libro 1984 de Orwell,
que ve poca esperanza de cambiar la sociedad y se concentra únicamente en el
intento de mantenerse sano y escribir la verdad con la esperanza de que las
futuras generaciones lo recuerden.
—Se sentía frustrado, por
ejemplo, porque mucha gente no comprende cómo los dirigentes de EE.UU. al matar
a cientos de miles de inocentes y al destruir la base misma de la sociedad
sudvietnamita, habían realmente ganado en Indochina al destruir la posibilidad
de que emergiera un modelo económico y social alternativo al de EE.UU.
—Chomsky (revela) el corazón
despiadado de la maquinaria de guerra estadounidense… dispuesta a aniquilar a
millones de seres humanos, civiles, soldados, mujeres, niños, aldeas,
ecosistemas completos con métodos científicamente perfeccionados de brutalidad…
Cuando el sol se ponga en el imperio estadounidense, como lo hará, como debe
hacerlo, la obra de Noam Chomsky sobrevivirá…
—Y me ha quedado claro que una
clave para comprender a Noam es que, por la razón que se sea, tiene menos
defensas que el resto de nosotros contra el dolor del mundo. No tiene “piel”.
Está eternamente atormentado, como yo lo estaba en Laos, por el sufrimiento de
la “no-gente” y trabaja todo el tiempo para tratar de reducirlo.
—Si suficientes de nosotros
hubiéramos trabajado como Noam para tratar de forzar a los dirigentes
estadounidenses a que dejaran de matar y explotar a los inocentes durante los
últimos 40 años, después de todo, innumerables personas podrían haber sido
salvadas, y EE.UU. y el mundo serían no solo mucho más ricos, sino más
pacíficos y más justos. No se dirigirían actualmente hacia el colapso de la
civilización como la conocemos por el cambio climático.
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Hace cuarenta y dos años tuve una experiencia poco usual.
Me hice amigo de un hombre llamado Noam Chomsky. Llegué a conocerlo como ser
humano antes de darme cuenta completamente de su fama y del impacto de su obra.
Desde entonces he pensado a menudo en esa experiencia, por la visión que me dio
de su personalidad y, lo que es más importante, por los profundos problemas que
afligen actualmente a nuestra nación y al mundo. En mi caso, su principal
contribución ha sido su enfoque sobre cómo tratan los dirigentes de EE.UU. a
una gran parte de la población del mundo como “no-gente” explotándola
económicamente o iniciando guerras que han asesinado, han mutilado y han dejado
sin techo a más de 20 millones de personas desde el final de la Segunda Guerra
Mundial (más de 5 millones en Irak y 16 millones en Indochina, según
estadísticas oficiales del gobierno de EE.UU.).
Nuestra amistad se forjó por
nuestra preocupación por la “no-gente” cuando visitó Laos en febrero de 1970.
Yo había estado viviendo en una aldea laosiana en las afueras de la capital,
Vientiane, durante tres años y hablaba laosiano. Pero cinco meses antes me
había conmocionado hasta la médula cuando entrevisté a los primeros refugiados
laosianos llevados a Vientiane desde la Llanura de los Jarros en el norte de
Laos, que había sido controlada por el Pathet Lao comunista desde 1964.
Descubrí horrorizado que los dirigentes del poder ejecutivo de EE.UU. habían
estado bombardeando clandestinamente a esos pacíficos aldeanos durante cinco
años y medio, forzando a decenas de miles a refugiarse bajo tierra y en
cavernas, donde se vieron obligados a vivir como animales.
Me habían hablado de
innumerables abuelas abrasadas vivas por el napalm, innumerables niños
enterrados vivos por bombas de 250 kilos, padres despedazados por bombas
antipersonas. Percibí la metralla de aquellas bombas que aún quedaba en los
cuerpos de los refugiados que tuvieron la suerte escapar, entrevisté a personas
cegadas por las bombas, vi heridas de napalm en los cuerpos de los niños.
También me contaron que los bombardeos estadounidenses de la Llanura de los
Jarros habían convertido en un páramo una civilización de unos 700 años de
200.000 personas, y que sus principales víctimas fueron ancianos, padres y
niños que tuvieron que permanecer cerca de las aldeas, no los soldados comunistas
que podían moverse por los densos bosques y eran difícilmente detectables desde
las alturas. Y también descubrí enseguida que los dirigentes del poder
ejecutivo de EE.UU. habían perpetrado esos bombardeos unilateralmente sin
informar siquiera, por no hablar de obtener el consenso, al Congreso o al
pueblo estadounidense. Y me di cuenta de que esos refugiados devastados de la
Llanura de los Jarros eran los afortunados. Habían sobrevivido a los bombardeos
estadounidenses –que no solo continuaban sino aumentaban– al contrario de otros
cientos de miles de laosianos inocentes. Crecí creyendo en los valores
estadounidenses, pero ese bombardeo de civiles inocentes violaba cada uno de
ellos. Al mirar a los dirigentes del poder ejecutivo de EE.UU. desde la perspectiva
de un campo de refugiados laosianos, aprendí en pocas semanas que eran enemigos
de la decencia humana, de la democracia, de los derechos humanos y del derecho
internacional en el exterior, y que en este mundo real el poder daba derechos y
el crimen rendía frutos. Por mucho que uno creyera que EE.UU. era una “nación
de leyes, no de hombres”, era evidentemente una nación de hombres crueles,
brutales y desaforados en Laos.
Sin ninguna decisión consciente
por mi parte, me comprometí inmediatamente a hacer todo lo posible por detener
ese inimaginable horror. Como judío inmerso en el Holocausto, me sentí como si
hubiera descubierto la verdad de Auschwitz y Buchenwald mientras la matanza
continuaba. Pronto me vi trabajando sin descanso para llevar a todas las
personas que pude -incluidos periodistas como Bernard Kalb de CBS, Ted Koppel
de ABC, Flora Lewis del New York Times– a los campamentos con la esperanza de
que informaran de los bombardeos para denunciarlos ante el mundo.
Un día oí que tres activistas
contra la guerra –Doug Dowd, Richard Fernandez y Noam Chomsky– pasaban una
noches en el Hotel Lane Xang, en Vientiane, antes de tomar el avión de la
Comisión Internacional de Control (ICC) para una visita de una semana a Hanoi.
(La única manera de ir a Hanoi entonces era a través de Phnom Penh.) Llamé a
una de sus habitaciones, me presenté, y Noam fue a cenar el día siguiente a la
aldea en la yo vivía, con la intención de partir a Hanoi el día siguiente.
Pasé la mayor parte de los años
sesenta en Medio Oriente, Tanzania y Laos y sabía relativamente poco de Doug,
Dick o Noam, aunque sabía que Noam era un lingüista famoso y había escrito
bastante sobre la guerra de Indochina. Mi idea en ese momento era informarlos
de la gravedad de los bombardeos, con la esperanza de que pudieran hacer algo
al respecto.
Personalmente, Noam me gustó de inmediato. Era cortés pero
apasionado –compartíamos esta última característica– y evidentemente compasivo.
Uno de los motivos por los que los bombardeos me habían horrorizado tanto era
que llegué a conocer a los laosianos como personas al vivir en la aldea durante
los tres años anteriores, en particular a un anciano de 70 años llamado Paw
Thou Douang, a quien llegué a querer como a un segundo padre. Era amable,
sabio, apacible, y lo respetaba tanto como al que más, que hubiera conocido. Me
impresionó sobre todo la calidez con la que Noam se relacionó con Paw Thou
durante la cena con él y su familia. Claramente sintió de inmediato una
afinidad con ellos que no había visto en muchos otros visitantes que había
llevado a la aldea. También mostró una curiosidad concentrada en los detalles
de lo que estaba sucediendo en Laos, a la cual me encantó responder.
Al día siguiente los tres
visitantes descubrieron novedades inquietantes: el vuelo de la ICC a Hanoi se
había anulado y el vuelo siguiente tardaría una semana. Los tres tenían sus
agendas llenas y comenzaron a hacer planes para volver a casa en esa semana.
Sin embargo sugerí a Noam que tal vez le gustaría quedarse. Dije que podía organizar
entrevistas con los refugiados de los bombardeos, con funcionarios de la
embajada de EE.UU. y del gabinete laosiano, con el primer ministro Souvanna
Phouma, con el representante del Pathet Lao y con un antiguo guerrillero, como
hice con los medios de comunicación. Desde su perspectiva era una oportunidad
especial de informarse sobre la guerra secreta de EE.UU. en Laos; desde la mía,
parte de mi esfuerzo por hacer que los bombardeos fueran conocidos por el mundo
con la esperanza de que terminaran.
Noam estuvo de acuerdo, y creo
que ambos tuvimos una de las experiencias más singulares de nuestras vidas –él,
en el asiento trasero de mi motocicleta, yo, llevándolo por las calles de
Vientiane, mientras él trataba de averiguar lo más posible sobre la guerra de
EE.UU. en Laos, que hasta ese momento apenes se conocía en el mundo exterior.
Richard Nixon tardó un mes más en admitir por fin que EE.UU. había estado
bombardeando Laos durante los seis años anteriores, aunque él y Henry Kissinger
siguieron mintiendo al afirmar que los bombardeos solo afectaban a objetivos
militares.
Tengo una serie de recuerdos
particularmente vívidos de Noam de la semana que pasamos juntos. Uno es de
cuando lo observé leyendo un periódico. Miraba una página, parecía memorizarla,
y un segundo después la daba vuelta y miraba la página siguiente. En una
ocasión le di a leer un libro de 500 páginas sobre la guerra de Laos cuando
eran casi las 10 de la noche, a la mañana siguiente me reuní con él para
desayunar antes de nuestra visita al funcionario de asuntos políticos Jim
Murphy en la embajada de EE.UU. Durante la entrevista se mencionó el asunto de
la cantidad de tropas norvietnamitas en Laos. La embajada afirmó que habían
llegado 50.000, en circunstancias en que la evidencia mostraba claramente que
no habría más de algunos miles. Casi me caigo de la silla cuando Noam citó una
nota al pie que aclaraba ese punto, a varios cientos de páginas del comienzo
del libro que le había dado la noche antes. Había oído antes el término
“memoria fotográfica”, pero nunca la había visto en acción de manera semejante,
o que fuera utilizada de un modo tan útil. (Curiosamente, Jim mostró a Noam
documentos internos de la embajada que también confirmaban la cifra inferior,
lo que Noam citó posteriormente en su largo capítulo sobre Laos en La Guerra de
Asia.)
También me impresionó su
modestia. Casi tenía aversión a hablar de sí mismo, al contrario de la mayoría
de las “celebridades” periodísticas que había conocido. Tenía poco interés en
charlas intrascendentes, rumores o discusiones de personalidades, y se
concentraba casi enteramente en los temas en cuestión. Restaba importancia a su
trabajo lingüístico, diciendo que carecía de importancia en comparación con la
oposición a los asesinatos masivos que ocurrían en Indochina. No tenía ningún
interés en conocer la tristemente célebre vida nocturna de Vientiane, los
puntos de interés turístico o el descanso junto a la piscina. Estaba claramente
motivado, un hombre con una misión. Me impresionó como un auténtico intelectual,
un individuo utilizaba la cabeza. Y podía unirme a él. Yo también utilizaba la
cabeza y tenía una misión.
Pero lo que más me impresionó
fue lo que ocurrió cuando viajamos a un campamento que albergaba refugiados de
la Llanura de los Jarros. Yo había llevado a docenas de periodistas y otras
personas a los campamentos y descubrí que casi todos estaban emocionalmente
distanciados de los sufrimientos de los refugiados. Fueran Bernard Kalb de CBS,
Welles Hangen de NBC o Sidney Schanberg del New York Times, los periodistas
escuchaban cortésmente, hacían preguntas, tomaban notas y luego volvían a sus
hoteles para enviar sus artículos. Mostraban poca emoción o interés en lo que
habían sufrido los aldeanos fuera de lo que necesitaban para escribir sus artículos.
Nuestras conversaciones en el coche al volver a sus hoteles usualmente tenían
que ver con la cena de esa noche o los asuntos del día siguiente.
Por lo tanto me sorprendió
cuando, mientras traducía las preguntas de Noam y las respuestas de los refugiados,
de repente le vi perder y control y empezar a llorar. No solo me impresionó que
casi todas las personas a las que llevé a los campamentos estuvieran tan
resguardadas de la que era, después de todo, la reacción más natural de mundo,
sino el propio Noam, que me había parecido tan intelectual, tan absorto en el
mundo de las ideas, palabras y conceptos y que pocas veces expresaba sus
sentimientos sobre las cosas. En aquel momento de di cuenta de que estaba
viendo su alma. La imagen de su llanto en ese campamento no me ha abandonado
jamás.
Uno de los motivos por los que
me impresionó su reacción fue que no conocía a esos laosianos. Para mí, que
había vivido con ellos y amé mucho a gente como Paw Thou, era relativamente
fácil comprometerme en el intento de detener los bombardeos. Pero he sentido
respeto no solo ante Noam, sino ante los muchos miles de estadounidenses que
pasaron tantos años tratando de detener la matanza de indochinos que no
conocían en una guerra que nunca vieron.
Mientras conducíamos de vuelta
del campamento ese día, se mantuvo silencioso, todavía conmovido por lo que le
habían contado. Había escrito extensamente sobre la guerra de EE.UU. en su
país. Pero era la primera vez que veía a sus víctimas cara a cara. Y en el
silencio se forjó un lazo silencioso entre ambos que nunca hemos discutido.
Cuando pienso en mi vida siento
que fui mejor persona durante aquel período de lo que he sido antes o después.
Y me di cuenta de que en esos días ambos veníamos del mismo lugar: En
comparación con el Calvario desmesurado de esa gente inocente, amable,
bondadosa –y de tantos otros– todo lo demás parecía trivial. Una vez que uno
sabía que estaba muriendo gente inocente, ¿cómo podía justificar ante sí mismo
hacer otra cosa que tratar de salvar sus vidas?
Y me di cuenta en el silencio de
ese viaje en auto de que fuera de la persona pública de Noam, como el
intelectual de los intelectuales, que se basaba en los hechos y la razón para
demostrar sus argumentos, había un ser humano con profundos sentimientos. Para
Noam esos campesinos laosianos eran seres humanos con nombres, caras, sueños y
con tanto derecho a sus vidas como los que los aniquilaban con indiferencia.
Pero para muchos de esos periodistas visitantes, por no hablar de los
estadounidenses en su país, esos aldeanos eran “no-gente” anónima cuyas vidas
no tenían ningún significado.
Cuando volví a EE.UU., Noam y yo
nos mantuvimos en contacto regular mientras duró la guerra. Noam me impresionó
más cuando comencé a leer su obra y me di cuenta de que nadie escribía con
tanto detalle, con tanta lógica y con tan profundo entendimiento, tanto sobre
los horrores de la guerra como sobre el sistema que los produce. Pero lo que me
impresionó todavía más respecto a él –y respecto a su amigo Howard Zinn, de la
Universidad Boston– fue que iban más allá de lo escrito y de lo que decían y
que realmente se arriesgaban al oponerse a ese sistema.
Noam y Howard formaban parte de
mi “grupo de afinidad” durante las manifestaciones del Día del Trabajo en las
que miles de personas fueron arrestadas y estuvimos en celdas contiguas en la
prisión durante la acción de desobediencia civil Redress en Washington.
También supe que Noam era un dirigente de Resist, un grupo que promovía
la resistencia al servicio militar y al pago de impuestos para la guerra, y que
habría sido procesado si no hubiera tenido lugar la Ofensiva del Tet. Había
estado hablando contra la guerra desde 1963, antes de que la mayoría de
nosotros hubiésemos oído hablar de ella. Y había soportado numerosas amenazas
de muerte y una amplia variedad de dificultades hasta el punto de que su
esposa, Carol, volvió a estudiar para desarrollar una profesión en caso que a
Noam le pasara algo que le impidiera seguir manteniendo a sus tres hijos.
Cuando terminó la guerra tomé
una decisión nefasta. En lugar de seguirme oponiendo al próximo conjunto de
horrores que causaban los dirigentes de EE.UU., me decidí a trabajar en el
interior para reemplazarlos por una nueva generación de dirigentes que se
opusieran a la guerra y promovieran la justicia social. Pasé los 15 años
siguientes en política interior, con Tom Hayden y la Campaña por la Democracia
Económica, como funcionario a nivel de gabinete con el gobernador Jerry Brown,
en el think tank del senador Gary Hart, y reorientando Rebuild America,
con la asesoría de muchos de los mejores economistas y dirigentes empresariales
de EE.UU.
Solo tuve contactos esporádicos con Noam durante ese
período. En parte porque ahora nuestros intereses divergían. Él siguió
produciendo artículos, libros y discursos denunciando y oponiéndose a la
política asesina de EE.UU. en Timor Oriental, las guerras terroristas de Reagan
en Centroamérica, las desastrosas políticas económicas de Clinton en Haití y
otras naciones del Tercer Mundo y el bombardeo de Kosovo; y el asunto que
parecía apasionarlo al máximo: el patrocinio de EE.UU. a Israel para el
maltrato de los palestinos. Esas preocupaciones estaban alejadas de mi enfoque
en la política electoral y en temas interiores como la energía solar y el desarrollo
de una estrategia económica nacional.
En retrospectiva, sin embargo,
me doy cuenta de que jugaba un factor bastante inconsciente: tendía a evitar a
Noam porque me sentía inmoral por haber abandonado la tarea de intentar salvar
vidas y por entrar a un sistema político comprometido y corrupto. A menudo me
vi manteniendo diálogos defensivos con él en mi cerebro, tratando de
justificarme, que se endurecían a medida que fracasaban los esfuerzos
electorales con los que estaba asociado, y me encontraba mucho más orientado
hacia mi ego que durante la guerra.
Después de más de una década
estuve en Boston y llamé a Noam. Me invitó calurosamente a su casa y
conversamos un rato. Finalmente le pregunté cómo se sentía respecto a mi
participación en la política electoral. También mencioné que estaba en la casa
de un antiguo amigo progresista que trabajaba para un banco importante y me
había dicho por la mañana que no quería ver a Noam porque suponía que este lo
pondría por el suelo. Noam se mostró genuinamente impresionado por la historia.
“¡Vaya!, estamos todos comprometidos”, dijo. “Míreme a mí. Trabajo en el MIT,
que ha recibido millones del Departamento de Defensa”. Pareció verdaderamente
intrigado y dolido porque mi amigo o yo pudiésemos pensar que nos denigraría por
lo que estábamos haciendo.
En los últimos años me he
mantenido en contacto regular con Noam, sobre todo por correo electrónico, pero
también cuando estuve en su casa durante 10 días antes de asistir al servicio
conmemorativo de Howard Zinn el 3 de abril de 2010. Fue un período
profundamente emocional para ambos, particularmente para Noam, que tenía
profundos lazos con Howard, y la visita me impresionó profundamente.
Encontré esencialmente al mismo
Noam que conocí hacía 40 años. Ningún interés en charlas intranscendentes.
Modestia. Indignación ante la continua negativa de los intelectuales y
periodistas estadounidense a tomar posición ante los crímenes de guerra de los
dirigentes de EE.UU. Grandes temas morales de nuestra época. Un tipo agradable
que me ofreció recogerme de una reunión en Cambridge, o para ir a buscar
algunos comestibles en el supermercado para una de nuestras comidas.
Pregunté a Noam cómo se sentía
al ser rutinariamente criticado por su concentración en crímenes de los
dirigentes de EE.UU. y no en los de otras naciones. Dijo que pensaba que era
apropiado que lo hiciera porque era ciudadano estadounidense, y los dirigentes
de EE.UU. han cometido de lejos más crímenes de guerra en el extranjero que
cualesquiera otros desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Estuve de
acuerdo, señalando que hay tantos destacados intelectuales públicos y
periodistas que critican a dirigentes extranjeros, y tan pocos que se atreven a
señalar los crímenes de guerra cometidos por los de su propio país.
Y, como 40 años antes, me
impresionó sobre todo su incansable trabajo. Pasaba casi todo su tiempo
leyendo, escribiendo, siendo entrevistado en persona o por teléfono, hablando
y, en un acto de generosidad por el cual es particularmente conocido,
respondiendo continuamente un torrente interminable de mensajes, a menudo hasta
cinco o seis horas diarias.
Y, descubrí que sigue dando
conferencias por todo el país y en todo el mundo, hasta el punto que su agenda
está usualmente repleta durante años. Con 82 años mantiene un programa que
abrumaría a alguien con 40 años menos.
También me impresionó su
ascetismo. Cuando lo llamé por teléfono me di cuenta que tenía el mismo número
de teléfono y vivía en la misma modesta casa de hacía 40 años. Usa jeans, y no
tiene virtualmente interés alguno por los alimentos o posesiones materiales.
Periódicamente le visitan sus amigos y familiares, pero no realiza otras
actividades en su tiempo libre.
Me emocioné particularmente una
noche mientras estaba sentado frente a él en la cena, impresionado como siempre
por la enorme distancia entre lo que sabe Noam de la matanza de inocentes en
todo el mundo por los dirigentes de EE.UU. y lo que sabe el público.
Repentinamente pensé en el personaje Winston Smith del libro 1984 de Orwell,
que ve poca esperanza de cambiar la sociedad y se concentra únicamente en el
intento de mantenerse sano y escribir la verdad con la esperanza de que las
futuras generaciones lo recuerden. Dije a Noam que para mí, en ese momento, él
era Winston Smith.
Siempre recordaré su reacción.
Me miró.
Solo me miró.
Y sonrió tristemente.
Noam puede ser duro con los que
apoyan el belicismo de EE.UU., pero todavía es más duro consigo mismo. En una
ocasión mencioné que había preguntado a un activista político de toda la vida
del que ambos habíamos sido amigos si, considerando su vida, sentía algún
remordimiento. Nuestro amigo había respondido que querría haber pasado más
tiempo con su familia y haber seguido algunos de sus intereses no políticos.
“¿Siente algún remordimiento?” pregunté a Noam. Su respuesta me chocó. Más para
sí mismo que para mí, respondió: “No hice lo suficiente”.
En otra ocasión pregunté a Noam
cuánta satisfacción le causa haber escrito tantos libros, haber creado un nuevo
campo lingüístico, ser tan influyente en todo el mundo. “Ninguna”, respondió
sombríamente, y explicó que piensa que no había sido realmente capaz de
convencer a suficiente gente para que comprendiera el verdadero trato salvaje y
brutal que dan a la no-gente de todo el mundo los dirigentes de EE.UU. Se
sentía frustrado, por ejemplo, porque mucha gente no comprende cómo los
dirigentes de EE.UU. al matar a cientos de miles de inocentes y al destruir la
base misma de la sociedad sudvietnamita, habían realmente ganado en Indochina
al destruir la posibilidad de que emergiera un modelo económico y social
alternativo al de EE.UU.
Una noche, cuando subía a mi
dormitorio, miré al despacho de Noam. Esos días pasaba el tiempo en su casa
sentado en una gran silla de escritorio frente a su ordenador y su posición me
recordó sobre todo la de un monje budista meditando.
Y entonces me impactó.
Repentinamente me di cuenta:
“Noam ha estado viviendo, durante los últimos 40 años, como yo lo hice
brevemente durante la guerra. Ha estado trabajando todo el tiempo, leyendo,
escribiendo, hablando, sin desperdiciar un minuto, concentrado en el intento de
detener la matanza de EE.UU., para obligar al mundo a comprender los
sufrimientos de la ‘no-gente’”
Y, no me avergüenza decirlo,
sentí un gran amor por él en ese momento. Y un entendimiento profundo. Hasta
donde me da la memoria, desde que leí sobre “Mahatma” Gandhi, me había
preguntado cuál era el verdadero significado del término “Gran Alma”. Y en ese
momento terminé por comprenderlo. Si parte de ser un “Gran Alma” es reaccionar
ante el sufrimiento humano de los que no tienen voz, y entregar toda su mente,
su cuerpo y su alma a intentar reducirlo, finalmente había encontrado una. La
tradición judía lo dice de otra manera, en la leyenda de los 36 “Hombres
Justos” quienes –sin saberlo– mantienen en algún momento la vida de la
humanidad. Si Noam no es uno de esos 36, me pregunté, ¿quién lo es? También me
recordó a los muchos que han comparado a Noam con honrados profetas del Antiguo
Testamento como Amos o Jeremías, quienes también criticaron con gran enfado a
los gobernantes corruptos de sus tiempos, cuyos nombres ni siquiera recordamos.
Aunque hay gente decente que
puede no estar de acuerdo con algunas de las posiciones que Noam ha adoptado en
los últimos 40 años, sentí que en ese momento, en la escalera de su casa,
semejantes controversias parecían irrelevantes para apreciar quién es y lo que
representa. Me di cuenta de que mientras yo, como la mayoría de la gente que
conozco, hemos oído los gritos de las víctimas de las guerras de EE.UU. durante
las últimas décadas, Noam no ha podido olvidarlos.
Durante mi estadía con Noam lo
visitó la famosa escritora india Arundhati Roy quien, como tantos no
estadounidenses de todo el mundo, evidentemente sentía un inmenso respeto,
admiración y amor hacia su persona. Solo comprendí lo que significaba para
ella, sin embargo, cuando leí estas palabras de su capítulo “La soledad de Noam
Chomsky”: “Chomsky (revela) el corazón despiadado de la maquinaria de guerra
estadounidense… dispuesta a aniquilar a millones de seres humanos, civiles,
soldados, mujeres, niños, aldeas, ecosistemas completos con métodos
científicamente perfeccionados de brutalidad… Cuando el sol se ponga en el
imperio estadounidense, como lo hará, como debe hacerlo, la obra de Noam
Chomsky sobrevivirá… Como una posible ‘gook’ [nombre despectivo utilizado por
los estadounidenses para los asiáticos, N. del T.] y, quién sabe, tal vez una
gook en potencia, apenas pasa un día en el que no piense –por uno u otro
motivo– ‘Chomsky Zindabad.’ (‘Viva Chomsky’)”.
Y descubrí que me preguntaba por
qué, por qué el sufrimiento de las víctimas de los dirigentes de EE.UU. afecta
tanto a Noam.
Durante la última década me he
sumergido en la rama de la psicología que sostiene que la clave de gran parte
de nuestra conducta es cómo ejecutamos inconscientemente traumas de nuestra
temprana infancia en nuestras vidas adultas, en particular al saber que
moriremos. Y descubrí que estaba tratando de comprender a Noam desde ese punto
de vista.
He aprendido que nuestras vidas
están impulsadas en gran parte por las defensas inconscientes que desarrollamos
temprano contra el dolor emocional. Y me ha quedado claro que una clave para
comprender a Noam es que, por la razón que se sea, tiene menos defensas que el
resto de nosotros contra el dolor del mundo. No tiene “piel”. Está eternamente
atormentado, como yo lo estaba en Laos, por el sufrimiento de la “no-gente” y
trabaja todo el tiempo para tratar de reducirlo.
Y, a la inversa, cuando está con
ellos se siente más vivo y el sentimiento interno estalla con más claridad a
través de su persona intelectual.
Durante mi estadía con él
pregunté a Noam a quién admira más en el mundo. Respondió describiendo varias
visitas recientes a campesinos en áreas rurales de Colombia, que luchan por
proteger las selvas húmedas contra la explotación. Noam pasó varios días
escuchando y grabando sus historias de mucho dolor y mucho valor. En su visita
más reciente subieron a un cerro y, dirigidos por los chamanes, realizaron una
compleja ceremonia para dedicar un bosque a Carol. No lo había visto tan
conmovido, vivo y emocionado desde hacía 40 años en Laos.
Recientemente recordé a Noam
llorando en el campo de refugiados de Laos y de nuevo me pregunté por qué es de
esa manera. ¿Qué, en su infancia o en su vida, puede haber sido la causa? Sin
embargo, me fue imposible lograr mucho progreso en esa área. Porque Noam no
solo protege su privacidad, sino que además no se interesa particularmente por
explicaciones psicológicas o espirituales de la conducta humana. Aunque
reconoce que la terapia ha sido útil para gente que conoce, considera que los
intentos de explicar la conducta humana constituyen esencialmente “historias”.
Cree que hay demasiadas variables involucradas en la comprensión de los seres
humanos como para que el cerebro humano pueda compenetrarse realmente, por no
hablar de la imposibilidad de realizar el tipo de experimentos controlados que
puedan producir respuestas científicamente creíbles.
Y, uno sospecha, que Noam considera
que dedicar demasiado tiempo a semejantes “historias” está fuera de lugar
cuando tantos seres humanos reales sufren y la organización de movimientos
masivos es la única esperanza de salvarlos.
Si suficientes de nosotros
hubiéramos trabajado como Noam para tratar de forzar a los dirigentes
estadounidenses a que dejaran de matar y explotar a los inocentes durante los
últimos 40 años, después de todo, innumerables personas podrían haber sido
salvadas, y EE.UU. y el mundo serían no solo mucho más ricos, sino más
pacíficos y más justos. No se dirigirían actualmente hacia el colapso de la
civilización como la conocemos por el cambio climático. Noam cree que la mayor
responsabilidad de esto yace en un sistema corporativo impulsado a corto plazo
que considera el cambio climático como una “externalidad”, es decir, un
problema para que se preocupen otros. Pero también es obvio que el que ese
hecho no sea suficiente para que el resto de nosotros, ciertamente incluyéndome
a mí, reaccionemos adecuadamente ante la amenaza de la muerte de la
civilización, también es una parte importante del problema.
Y así terminé por comprender que
la pregunta importante no es por qué Noam reacciona de la forma en que lo hace
ante los sufrimientos de los inocentes de todo el planeta.
Es por qué no lo hacemos los
demás.
-----
Los escritos de Fred
Branfman se han publicado en New York Times, Washington Post, New Republic y
otras publicaciones. Es autor de varios libros sobre la Guerra de Indochina.
© 2012 Independent Media Institute. All rights
reserved.
Fuente:
http://www.salon.com/2012/06/17/when_chomsky_wept/
rCR
.
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