. ¿Honrado?
Desenmascaramiento de un embaucador
—¡Descubierto! —le dije, y le palmeé suavemente el hombro.
Franz Kafka, “Desenmascaramiento de un embaucador”.
Al escuchar por radio la grabación, me sonó poco verosímil la discusión que suscitó Mujica cuando, por no estar en los padrones, no se le permitió votar en las elecciones del Banco de Previsión Social. Probablemente, porque, para empezar, a mí me causaba extrañeza que un presidente de un país se movilizara a un sitio de votación sin haber verificado previamente, por sí o por sus colaboradores, que estaba inscripto: eso era difícil de creer.
Pero también era insólito que el presidente se pusiera a argumentar, delante de las cámaras y los grabadores periodísticos, frente al funcionario que solo se limita a constatar que los que se presentan a votar están inscriptos en el circuito electoral a su cargo.
Será quizá porque yo no me imagino a mí mismo polemizando con el presidente de una mesa de un acto electoral, que no me permite votar a causa de que no figuro en el padrón: ¿qué tiene que ver el tipo con eso, y qué podría hacer? Es más, yo nunca llegaría a ninguna mesa, porque no existe para mí tal mesa, y de eso ya estaría enterado antes de entrar al lugar de votación, dado que para saber a cuál de ellas dirigirme primero tengo que ver mi nombre en alguno de los listados expuestos en las paredes exteriores (si es que no lo averigüé de antemano).
Para mal de males, si ya cualquier protesta de Mujica carecía de sentido en ese momento tan extemporáneo, su tono quejumbroso, recalcando que se le impedía ejercer el sufragio nada menos que a quien el pueblo había votado como presidente, y el carácter informativo de lo que alegaba no parecían dirigidos hacia quien tenía delante, sino hacia los micrófonos. En síntesis, con su lamento tendía a autopresentarse como un ciudadano más, sin ningún privilegio; un hombre como cualquier otro, de esos a quienes la maquinaria burocrática puede perjudicar a veces. La moraleja que, a mi modo de ver, procuraba comunicar ese paso de comedia era que todos cargamos nuestra respectiva cruz, incluso el que fue electo por el pueblo para dirigir los destinos del país. Así que, ¡a no quejarse!
La sospecha y el regusto desagradable que me dejó la escucha de aquella grabación quedaron ahí, puesto que no tenía elementos para fundamentar mi desconfianza. ¡Pero al cabo de los días vengo a enterarme de que hace cuatro meses miembros del entorno de Mujica habían sido informados de que no estaba en condiciones de votar! Lo cual, por otra parte, era innecesario, pues había sido decisión o descuido del Pepe no hacer el trámite para ser incluido en el padrón.
Repaso, entonces, los hechos:
1) Mujica sabía —o debía saber— que no estaba legalmente habilitado para votar;
2) A mayor abundamiento, se lo informó de esto;
3) Fue a votar.
El presidente de la Asociación de Trabajadores de la Seguridad Social, Alfredo Bertoni, aún se pregunta si “concurrió a votar a sabiendas de lo que iba a pasar” y reflexiona que “en tal caso sería extremadamente preocupante que hubiera pergeñado esta puesta en escena con quién sabe qué otras intenciones”.
No se atormente, compañero Bertoni; con los datos de que ahora se dispone, se lo digo yo: Mujica fue a montar su numerito de ciudadano común, democratísimo, que no tiene más remedio que bancarse contratiempos, como todos nos los debemos bancar. O, si no, quería hacerse el gaucho perseguido. O ambas cosas.
El campechano Mujica es la admiración de los comunicadores de los medios periodísticos de la Argentina que tengo la desgracia de escuchar o leer, por lo campechanamente que les hace saber a los orientales que, para obtener unas pocas migajas, deben tenderle alfombra roja a los privilegios y las ganancias desorbitadas de los expoliadores locales y visitantes.
Yo, en cambio, voy a causarle a Mujica una desilusión: a mí, de entrada, su montaje no me engatusó.
No basta con llamarse Pepe para ser tan buen comediante como Pepe Podestá.
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