Quien ha leído los cuentos de Saki ha disfrutado de algunos de los más gratos momentos que la literatura pueda proporcionar. Como acertadamente dice Wikipedia, este inglés nacido en Birmania “describió incomparablemente a sus contemporáneos de la clase media victoriana, tan estrictos en sus maneras y amantes de absurdas fórmulas y rutinas”. Pero lo hizo con una prosa que chisporrotea en sorprendentes paradojas, como cuando escribe que en cierta batalla “un soldado peleó de la manera más intolerante”, o para decir que un hombre insultó a una mujer expresa que “perdió el control y le dio un vívido y sincero resumen de su opinión sobre ella”.
El tono ligero, el estilo agudo e ingenioso no eran el vehículo apropiado para que Saki nos hiciera confidentes de sus propios sentimientos. Sólo una vez, que yo tenga presente, derramó quejas en un texto, y fue en “El huevo cuadrado”, a propósito de sus padecimientos en las trincheras durante la guerra del 14. El párrafo, a la luz de los hechos, cobra una significación ominosa:
El Parlamento, los impuestos, las reuniones sociales, la economía y los gastos, y todos los mil y un horrores de la civilización parecen inconmensurablemente remotos, y la misma guerra parece igualmente distante e irreal. A doscientas yardas de distancia, separado de uno por una franja de terreno lúgubre y descuidado y algunas tiras de enredado alambre oxidado, se encuentra un enemigo vigilante, dispuesto a disparar; acechando y observando en esa trincheras opuestas [...] No sería aconsejable olvidar por una fracción de segundo que están allí, pero nuestra mente no se detiene en su existencia [...] Mucho más que pensar sobre el enemigo en ese lugar o la guerra que asuela a toda Europa es preciso hacerlo sobre el barro del momento, el barro que por momentos los engulle como el queso engulle el ácaro. En los jardines zoológicos hemos visto cómo un alce o un bisonte se regodean de placer hundidos hasta más arriba de las rodillas en su cenagal de barro grasiento, y nos hemos preguntado cómo nos sentiríamos si estuviéramos zambullidos y enlodados durante horas en semejante baño de inmundicias. Ahora sabemos.
En las estrechas trincheras, cuando el deshielo y una fuerte lluvia llegan repentinamente después de una helada, cuando todo es oscuro a nuestro alrededor, y sólo se puede andar tropezando y palpando el camino contra paredes de barro fluyente, cuando hay que gatear con pies y manos en varias pulgadas de una sopa de barro para alcanzar la superficie, cuando se está profundamente enterrado en el barro, recostándose contra el barro, asiendo objetos cubiertos de barro con dedos agarrotados por el barro, cuando se parpadea para liberar a los ojos del barro y se lo sacude de las orejas, se muerden bizcochos embarrados con dientes embarrados, se puede al fin llegar a comprender plenamente lo que significa revolcarse y, por otra parte, la idea de placer del bisonte se hace cada vez más incomprensible.
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