viernes, 30 de enero de 2009

Terremoto en el corazón de la soledad

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En el aire había una extraña sensación de anticipación, y me alegré de tener entre manos la tarea de hacer el café para disimular la confusión que se había apoderado de mí repentinamente. Algo iba a suceder de un momento a otro, pero me daba demasiado miedo pensarlo, porque sentía que si me permitía concebir esperanzas, aquello se destruiría antes de tomar forma. Luego Kitty se quedó muy silenciosa, no dijo nada durante veinte o treinta segundos. Continué moviéndome por la cocina, abriendo y cerrando la nevera, sacando tazas y cucharillas, poniendo leche en una jarrita y todo eso. Durante un momento le di la espalda a Kitty y, antes de que me diera plena cuenta de ello, se levantó de la cama y entró en la cocina. Sin decir palabra, se acercó a mí por detrás, me rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en mi espalda.
—¿Quién es? —dije.
—La mujer dragón —contestó ella—. Ha venido a atraparte.
Le cogí las manos, tratando de no temblar cuando noté la suavidad de su piel.
—Creo que ya me ha atrapado —dije.
Hubo una breve pausa y luego Kitty apretó más sus brazos alrededor de mi cintura.
—Te gusto un poquito, ¿verdad?
—Más que un poquito. Y tú lo sabes. Mucho más que un poquito.
—No sé nada. He esperado demasiado para saber nada.
Toda la escena tenía una cualidad imaginaria. Yo sabia que era real, pero al mismo tiempo era mejor que la realidad, más próxima a una proyección de la realidad que yo deseaba que nada de lo que había experimentado antes. Mis deseos eran muy fuertes, arrolladores de hecho, pero sólo gracias a Kitty tenían la posibilidad de expresarse. Todo dependía de sus respuestas, de sus sutiles incitaciones y de la sabiduría de sus gestos, de su ausencia de vacilación. Kitty no tenía miedo de sí misma y vivía dentro de su cuerpo sin embarazo ni dudas. Tal vez tenía algo que ver con el hecho de ser bailarina, aunque es más probable que fuera al revés. Porque le gustaba su cuerpo, le era posible bailar. Hicimos el amor durante varias horas en la decreciente luz vespertina del apartamento de Zimmer. Sin duda, fue una de las cosas más memorables que me han sucedido nunca y creo que al final estaba completamente transformado por la experiencia. No estoy hablando solamente de sexualidad ni de las permutaciones del deseo, sino de un espectacular derrumbe de muros interiores, de un terremoto en el corazón de mi soledad. Me habla acostumbrado de tal modo a estar solo que no creí que algo semejante pudiera ocurrirme. Me había resignado a cierta clase de vida y luego, por razones totalmente oscuras para mí, aquella preciosa muchacha china había caído ante mí, descendiendo de otro mundo como un ángel. Hubiera sido imposible no enamorarse de ella, imposible no quedar arrebatado por el simple hecho de que estuviera allí.
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(“El Palacio de la Luna”, Paul Auster.)

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