Dice André Bonnard en Civilización griega (Sudamericana, Buenos Aires, 1970), que aun en el período de esplendor cultural en que florecieron sus más altas expresiones artísticas y culturales, Atenas, “la Hélade de la Hélade”, siguió manteniendo y cultivando supersticiones y costumbres groseras y crueles que ilustran la complejidad desconcertante del concepto de civilización. Y, entre otros, da este ejemplo:
“Año tras año, a fin de asegurar el retorno de la primavera —pues los primitivos temen siempre que olvide suceder al invierno—, Atenas celebraba con solemne pompa las bodas de Dionisos, el dios cabrío o toro, con la ‘reina’ de la ciudad, esposa del primer magistrado, o arconte rey. Se abría para la ocasión un templo de la campaña ática, clausurado durante el resto del año. Conducido por sus autoridades democráticamente elegidas, el pueblo acudía en procesión a buscar una vieja estatua de madera del dios, y la transportaba en medio de cánticos a la casa del ‘rey’, para que pasara la noche en el lecho de la ‘reina’. (Esta princesa debía ser ciudadana ateniense por nacimiento, y haberse desposado virgen con su esposo, el magistrado.) El matrimonio de la primera dama de Atenas y el dios —matrimonio consumado, no ya meramente simbólico, según indica la palabra griega que lo designaba— aseguraría la fertilidad de los campos, las viñas y los huertos, la fecundidad de los rebaños y de las familias.”
Me da vueltas en la cabeza esta “consumación”. Qué lo tiró, che.