El mundo, en dos naciones separado está:
buenos y malos, mezclados por doquier.
Andrew Marvell.
De todas las maneras vulgares de eludir la consideración del efecto de las influencias sociales y morales en el espíritu humano, la más vulgar es la de atribuir las diversidades de la conducta y del carácter a diferencias naturales.
John Stuart Mill.
Decime vos si no es cierto, decime.
Leo Maslíah.
Soy de la opinión de que una persona inteligente y crítica, si tiene dinero y tiempo, puede, con provecho, ver casi cualquier espectáculo. Pero si no tiene una gran disponibilidad de dinero y tiempo le conviene seleccionar cuidadosamente en qué gasta el uno y el otro. “Casi cualquier espectáculo” significa que, para mí, hay algunos límites: por ejemplo, en algún punto, es conveniente que usted vea “Bailando por un Sueño” (o sus similares) alguna vez, pero si ya lo vio no es aconsejable que lo vea todas las noches. “La pesca”, a la que ya he hecho referencia, es otro límite: esta obra de teatro es una nulidad vacía, una idiotez sin propósito (como no sea el de tantear la tolerancia de los espectadores), o sea, un despropósito: un sinsentido, una nada con menos médula e interés que la más trivial y fugaz escena callejera que podamos presenciar. Como, además, la entrada es cara y la sala muy peligrosa frente a una eventualidad que exija rápida evacuación, yo le diría a las personas buenas que no vayan a verla.
“Historias extraordinarias”, película de Llinás, es un caso distinto: se la puede ir a ver, pero únicamente por espíritu deportivo, a saber: si usted quiere demostrar que puede resistir cuatro horas y media de desatinos e incongruencias, vaya, pero sepa que no es fácil que salga airoso. Y en el mismo orden de desafío personal, puede poner a prueba sus conocimientos y sus sinapsis mediante el plan de detectar y puntualizar todas las inconsistencias e idioteces que encuentre, en las historias y en cada escena en particular. Desde ahora le advierto que si anota menos de doscientas es que se le pasaron un montón.
Siempre así, tan igual
“El rastro” es una película australiana que sustenta una interpretación racista acerca de la realidad y el conflicto social. Trata sobre un negro bueno (un australoide probablemente de la etnia arunta o aranda), omnipotente, sabio, incansable y frugal que, vaya a saber por qué razones, no explicitadas por el filme, siendo tan bueno y tan íntegro se presta para guiar a una comisión policial —tres blancos— que busca detener en el interior de Australia a otro negro acusado injustamente del asesinato de una mujer blanca. Lo de “detener” es un decir: queda claro con el correr de las escenas que con presentar sus orejas al tribunal la tarea estará perfectamente cumplida, y si las orejas no son las del buscado, o hay más orejas que las que suele usar una persona, mala suerte (para sus dueños). En el camino, la partida, comandada por un fanático supremacista blanco, aprovecha para eliminar a cuanto aborigen tiene el infortunio de dejarse ver. Pese a ello, el negro “bueno” no sólo no se fuga, lo cual para él es fácil, sino que sirve al fanático virtuosa y lealmente, rastreando con tenacidad las casi imperceptibles huellas del negro fugitivo, advirtiendo a su jefe de los peligros potenciales y aconsejando las mejores alternativas para evitarlos y acortar la distancia con el perseguido y apresarlo.
Toda igual, toda así
Sin embargo, los atropellos del fanático se multiplican, y además de matar a sangre fría a varios indígenas, asesina a un miembro de la partida. Veamos por qué: los nativos, en tres oportunidades, desde lugar oculto y a distancia prudente, atacan a los intrusos arrojando lanzas —una cada vez— que invariablemente impactan en la comitiva: dos de ellas en los caballos y la restante en uno de los subalternos. La propuesta del otro es regresar a fin de obtener atención médica para su compañero, pero el jefe se niega. En esta secuencia lo que sucede en la película tampoco se parece al comportamiento de la realidad: el herido va desmayado en su caballo y no se cae; pese a su gravedad no delira ni emite un solo gemido por las noches, cuando duerme como un bendito. Una actitud tan cortés no conmueve al jefe, quien piensa que los retrasa en la marcha y una noche, sigilosamente, le aplica la eutanasia. Además, azota al negro “bueno” y a partir de entonces lo lleva atado por el cuello con una gruesa cadena, como a un animal.
Finalmente, en circunstancias en que el jefe ensaya su puntería contra un grupo de nativos en el cual hay niños, mujeres y ancianos, el otro policía —un joven— se insubordina, lo reduce y lo encadena. Esa noche el negro, tras narcotizar con yuyos al blanco “bueno”, juicio sumario mediante ahorca al fanático utilizando un ingenioso aparejo. (Nota: Aunque el aparejo, tal cual se lo muestra, es difícil que funcione, es el único momento en que en la película se filtra un retazo de realidad, ya que sin aquél es imposible que el negro, más menudo, pueda ahorcar a un hombre de más de ochenta kilos simplemente colgándose del otro extremo de la cuerda.) El blanco “bueno” se despierta de su sueño forzado y se encuentra con una escena —el fanático colgado (modo de ajusticiamiento que los “salvajes” jamás emplearían) y el negro supuestamente desmayado a golpes— la cual necesariamente implica incidentes tumultuosos de lucha y el debatirse y la agonía del ahorcado. Y no se pregunta cómo no se enteró de nada, y por qué conserva sus armas y no están ni siquiera atados, si fueron sorprendidos y reducidos por los indígenas, según le hace saber el negro “bueno”.
Toda así, muy así
Como dije, furtivos aborígenes venían atacando a la expedición a lo largo de su itinerario con infalibles lanzazos. Sin embargo, cuando más tarde rodean y obligan a la rendición al negro y el blanco “buenos” súbitamente se les pasan las ganas de matarlos, los tratan con suavidad, les dan explicaciones, y a la postre los liberan y les devuelven sus armas: ¿en qué quedamos? La estructura de este incomprensible episodio es un tópico de la cinematografía: de la mala cinematografía, hecha por imbéciles o canallas y destinada a imbéciles o a imbecilizar a quienes aún no lo son. Usted la ha visto infinidad de veces, y su forma más habitual es ésta: el muchachito (a veces el muchachito y la muchachita, o los buenos, en general) son atacados por los malos en algún lugar (una casa, preferentemente de madera, un galpón, una oficina vidriada, etcétera) con todo tipo de armas: granadas, bazucas y miles de disparos de armas automáticas que pulverizan todo hasta el punto de que no es factible que ni una cucaracha haya podido sobrevivir en ese sitio y sus inmediaciones. En esa instancia se produce una pausa en el fragor de las explosiones, los tiros y la destrucción y se oye una voz que dice: “¡Los quiero vivos!”. Dos cuestiones: una, parece que quien da las órdenes se acordó un poco tarde; dos, ¿cómo sabe que aún están vivos, después de semejante ataque, a raíz del cual, incluso tirando a errar, los destinatarios difícilmente habrían sobrevivido? Este es el habitual alimento cinematográfico, cuya presentación, en general, es en forma de supositorio. Y no se crea que tengo un prejuicio contra esa vía, sino que lo que pretendo indicar es que resulta poco adecuada cuando hablamos de incorporar conocimiento.
Siempre igual, siempre así
Estos aborígenes inconsecuentes, pues, que han capturado, tienen prisionero y castigan con severidad al negro fugitivo por otro delito distinto al asesinato de la mujer blanca —una violación—, dejan, como decía, en libertad al negro y el blanco “buenos”, de quienes saben que integraban la partida que asesinó a una decena de indígenas. Estos dos desandan el camino hacia la “civilización” y al pasar por el lugar donde habían dejado colgado al jefe ven que, allá en lo alto, está abierta la argolla que rodeaba el cuello del fanático y el cuerpo ha desaparecido. Fíjese si serán necios los que hicieron la película y calcule qué puede esperar de ellos: forzosamente, se deduce que alguien, en lugar de cortar o desatar la soga con la que se ha hecho el ahorcamiento y maniobrar en el suelo para liberar el cadáver, ha venido con una escalera a territorio aborigen —a un lugar inaccesible como no sea con un baqueano y sorteando infinitas incomodidades y dificultades— y, con el cuerpo colgado, ha destrabado el cierre de la anilla, lo cual no es una operación simple y se puede hacer sólo mediante una llave especial. O, mínimamente, ha bajado y retirado al difunto aflojando la soga y luego ha vuelto a subir la argolla vacía... con el propósito de componer una imagen de pura utilidad cinematográfica. De cinematografía artificiosa y vacua, se entiende.
Qué querés, es así
Finalmente, el negro “bueno” se separa del blanco “bueno” y retorna a su tierra ancestral, no sin recitarle, invertido, el discurso de menosprecio racista que el fanático excretó hasta el momento mismo de su muerte: ahora son los blancos los asesinos, mentirosos, indignos de confianza, ignorantes, etcétera.
Los espectadores en el cine, todos blancos, aplauden este discurso —¡vaya, vaya!— y el final de la película: sin duda, aplauden que es una obra que no sólo les permite conservar su imbecilidad intacta, sino que la avala y la incrementa.
Esta película tiene el espaldarazo masivo de la crítica. Y éste es un buen motivo —el único— para verla: comprobar hasta qué punto los críticos —y los comunicadores que fungen de tales— recomiendan las peores mistificaciones.
Juan del Sur.